2: El mar.

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   A Izuku, lo primero que le chocó de aquella ciudad desconocida fue su luz implacable.

   Un sol fulgurante se reflejaba sobre la piedra blanca de las construcciones más antiguas. La brisa limpia también añadía luminosidad. El paisaje era de una claridad cegadora.

   Izuku se puso las gafas de sol y entonó los ojos. Durante el interminable viaje desde Milán, había contado las palabras que había pronunciado su padre, que conducía a su lado.

   "Veinticinco."
  
   - Casi hemos llegado.

   "Veintiocho."

      Toshinori Yagi, de profesión juez, no siempre había sido tan callado. Ahora la curvatura de su boca apuntaba hacia abajo, pero en tiempos se abría en una sonrisa luminosa. De repente todo se acabó. Incluso el traslado había sido decidido  usando un mínimo de palabras, como si novecientos kilómetros fueran algo ridículo comparado con la distancia que se había creado entre ellos en casa. Entre él y su mujer, la madre de Izuku. Entre Izuku y ellos, sus padres.

   Izuku observó la que iba a ser su nueva casa. Eran las tres de la tarde y la calle estaba desierta.

   Mientras descargaba el equipaje, Izuku observó que había algunas personas asomada a las ventanas. Se sintió incómodo y agachó la cabeza.

   - ¡Oiga! ¡Usted!- gritó una vieja desde  un balcon.

   El juez se giró, mientras Izuku deseaba que se lo tragarse la tierra.

   - Tiene que llamar al portero para pedir las llaves. El dueño ha dicho que si tienen problemas lo pueden llamar a cualquier hora.

   - ¡Gracias!- gritó el juez.

   Subieron cinco pisos a pie con una maleta cada uno, tras la espalda maciza del portero, que no cesó de contarles chismes. Izuku escuchó el sonido de aquel dialecto desconocido y se preguntó si en unos meses él también estaría hablando así.

   - De noche no se puede aparcar en la calle, porque tenemos el mercado del pescado y a las cinco de la mañana montan los puestos.

   - ¿Un mercado?- preguntó Izuku con sequedad- ¿Cada cuánto tiempo?

   - Todos los días.

   El portero llegó jadeando al último piso. Introdujo la llave en la cerradura de una de las dos puertas marrones y lustrosas.

   - La terraza es una joyita- dijo él portero subiendo las persianas de madera verde dejando que la luz blanca revelarse los detalles. Había una cocina pequeña, un saloncito y atravesando una cortina de cuentas de colores se accedía a la zona de los dormitorios, dos habitaciones con baño. Los radiadores estaban pintados de distintos colores: naranja, verde, rosa.

   - Es una casa rara- comentó el juez.

   - El propietario no ha tenido tiempo de pintar, ustedes tenían prisa y esto es lo que hay.

   Izuku se asomó a la terraza. Al fondo se distinguía una sutil franja de mar.

   - ¿Quieres quedarte está habitación?

   Izuku asintió. Le gustaba el papel pintado. Y, además, había un escritorio grande que le serviría para dibujar y pintar.

   El juez se despidió del portero no sin dificultad. Le metió cinco euros en el bolsillo y finalmente consiguió desembarazarse de él.

   El silencio los envolvió por unos pocos segundos, hasta que el timbre empezó a sonar.

   - Soy Chiyo, la vecina- exclamó una voz desde el exterior. El juez fue a abrir y se encontró frente a una mujer bajita. En la mano llevaba un plato de loza cubierto con un trapo de tela- Les he escuchado llegar y he pensado que quizá tendrían hambre después del viaje.

Die TogetherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora