En el bosque de los susurros

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Un dios a su amada realizó,

Una obra de arte maestra.

Y la creación emprendió,

Al morir su predilecta.

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El batir de las alas doradas despertó de sus ensoñaciones al dios de la muerte. Reprimió un bufido y sus emociones dentro de él. Lo cierto era que el dios del engaño rara vez mentía a otros que no fueran su hermana.

La diosa del cielo era una serpiente alada. Lastimosamente, pocos se daban cuenta antes de que el daño se volviera irreparable.

Recorrió el bosque de los susurros entero para encontrarse con su hermana mayor. Vio los cipreses rojizos y la fruta podrida en el suelo al pasar, un claro indicio de que la noche estaba casi encima de ellos. El tiempo rara vez importaba en la tierra de los muertos y era mucho menos significante para su señor, pero en la era de los dioses, volvían a importar los pequeños detalles.

Desde que la creación se emprendió, el bosque fue un lugar sagrado. Uno al que la Aurora tenía prohibido el paso. De no ser por la cercanía de su divina hermana con Salidre, no se dignaría a conversar con ella.

La última vez que habló sinceramente con su hermana juró no perdonarle jamás. Su relación era un constante estira y afloja desde entonces.

La observó mover sus brillantes alas desde la lejanía. Parecía inquieta y casi triste, aunque su belleza permanecía igual. Obviamente se dio cuenta cuando estuvo cerca, por lo que le prestó totalmente su atención. Cuando sus ojos del color del cielo crepuscular se posaron sobre él, supo a qué debía la visita de su hermana.

-Pronto caerá la noche, Liest.

Las lágrimas, tan amargas como fáciles en sus ojos, pronto rodaron por sus mejillas.

-Ha pasado mucho tiempo desde que me llamaste así.

Liest significaba hermana en la lengua antigua, la creada por los dioses. Su hermana tenía razón, había pasado mucho desde la última vez que la nombró así. Diez mil años para ser exactos. Los mismos que Aurora Stares llevaba muerta. Y recordar aquello esfumó su sentido de la civilidad.

-¿A qué vienes hermana? No hay nada en mí que te pueda tentar.

Una de las alas doradas se agitó un poco mientras su dueña se entristecía. Oh, su pobre, pobre hermana. Tan rota y necesitada de afecto como siempre, una débil cómplice indescifrable de la maraña de las tejedoras.

-Quiero que pares. Aquí y ahora.

Liesseth sonó señorial, divina. Muy parecida a la madre de la vida cuando le reprendía, pero para el dios del engaño, pocas cosas eran subjetivas. La herencia divina lo establecía: mares para su hermano, el cielo para su hermana, la tierra para el productor y la muerte para él.

Ella no tenía autoridad ni física ni moral para decirle nada o reprenderle. Sí, tenía buenas intenciones. Pero con buenas voluntades iniciaron la mayoría de las catástrofes.

-¿A qué te refieres, hermana mía? ¿En qué mis acciones te afectan?

Obviamente sabía de lo que hablaba.

-¿A qué me refiero? A los Stares, ¡Quién carajos si no! ¡Para! Detente en este instante. Estás utilizando a una niña como un peón cualquiera, como carne fresca entre carroñeros.

Aunque gritó la mayor parte del discurso, no se imputó lo más mínimo. Su hermana era buena con las apariencias, podía mentir y fingir bastante bien, pero a él, dios del engaño y la verdad, era imposible verle la cara.

Esa tormentosa relación con su hermana había iniciado diez mil años atrás. Cuando una Aurora joven y abnegada suplicó por el fin de la guerra y él obedeció. Pero cuando se rompió definitivamente fue al morir la princesa Stares.

El cuento amargo debía terminar. Ahora mismo. Y él se encargaría de eso. Pero antes, debía encargarse de su hermana, así que utilizó la frialdad que le brindaba la muerte. Se acercó a su hermana y rozó su cabello con la punta de sus dedos. Era tan suave y brillante, lo justo para recordarle a otra cabellera. Lo soltó abruptamente cuando el recuerdo volvió a su mente: claro, resonante y abrupto.

Y dolió justo como la primera vez.

-Sepulta tus pecados, hermana. -Susurró-. Veamos qué renace encima de sus huesos. Aísla la culpa en tus recuerdos y probemos si hay redención. Estás es la casa de la muerte, prueba si puedes sembrar vida en ella. Es la mansión del olvido, averigua la fórmula del perdón.

La diosa gimió lastimera y él se alejó.

-Lo arruinaste, Liesseth, mas allá de toda reparación. Y perdón por dejarte hermana, pero tengo una historia que contar y una represalia pendiente.

-Hermano -murmuró a sus espaldas.

La paró en seco.

-Ya no más, Liesseth. Ya no más.

Y fue así como inició el fin de una maldición.

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¡Por fin, lectores!

Aquí está la versión editada del cuento amargo.

Un cuento amargo |COMPLETA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora