Una espina

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Oh, madre, ¿a qué se debe tu crueldad?
¿He sido un mal hijo a tus ojos, acaso ofendí?
¿O el pecado es tuyo y sirvo a tu maldad?
No, me niego a ser de tu maldad el mártir...

Las doce lunas.
Obra de teatro sobre un hijo bastardo.

Clarisa sentía los nervios rígidos, el acero sobre el hueso dibujando una armadura férrea debajo de la piel en un lienzo, un intento de ventaja mortal. Así se sentía tener el regalo de un dios benigno y maligno por igual, como un beso envenenado o un regalo malicioso que la abrazaba siempre. ¿Cómo sería para Amia? ¿El dios le daría una caricia de tibio amor o serían espinas que rozaban la piel?

Su relación con el Extraño era eso: extraña. ¿Era un tío, maestro, alumno, amigo o confesor? ¿Amor quizás, amante? Una vez que la noche del homicidio del rey llegó el dios y ella habían formado una especie de compañerismo, amistad hasta cierto punto. Cuando una Sania poseída vertió veneno en el vino con el que festejó su esposo el alumbramiento para dejarle esa imagen, ese recuerdo sin gloria de un marido vejados en dignidad, carne de cañón en una guerra contra nadie, solo el Extraño se sintió como un refugio. Si la madre que la crió con amor era la responsable de destrozarle, ¿A quién podía pedir compasión? ¿A las doncellas que la llamaban bruja por la muerte de sus hijos, a los nobles que la odiaban por ser una plebeya o a los habitantes del reino que la hubieran quemado viva por brujería? Fue entonces cuando la sombra oscura se alzó en la habitación, tomó forma y le dio el abrazo que solo el dios del consuelo podía dar. 

Ambos fueron traicionados por la misma persona, ya era un punto de partida.

Cuando él sugirió el malthais y le informó el procedimiento ella supo que era una revancha propia, no un regalo desinteresado a una viuda destrozada así que, al pronunciar las palabras que enseñaron a la vida a morir y le quitaron el alma, Clarisa sabía lo que esperaba el Extraño: quitarle la vida y la posibilidad de volver a la única alma que su hermana creía amar, convertirla en su marioneta, su manipulación perfecta y vengarse al fin pero, una madre es amor y toda su alma estaba en ese trocito de carne que acababa de expulsar del cuerpo. ¿Cómo negarle a su hija semejante regalo? ¿Cómo no intentar protegerla del juego entre dioses que no se detendría jamás?

Algo curioso de la leyenda que se formaba en su nombre era que, de todos los detalles mágicos de su vida, tal vez el único real era que el dios de los muertos y ella se comunicaban por un espejo, aunque el espejo roto de su resurrección en el bosque de los susurros no era mágico en absoluto. Era una idea absurda pensar que el Extraño necesitaba un medio para establecer contacto: era el dios de las almas, por supuesto que algo de él vivía en cada ser humano. Sin embargo, también era cierto que a Illeas, dador de mentiras, le fascinaba el teatro.

Por los mañanas era un flor, un cuento hecho carne, por las tardes se trataba más de un leyenda profana a la que muchos habían añadido detalles pero, por las noches, solo era una reina agotada de existir que se arrastraba al espejo más mundana, menos imposible y casi tan cansada como la niña que había sido cuando entró al bosque de los susurros esperando compasión del único dios incapaz de sentirla.

El Extraño nunca pudo perdonar a Salidre por acusar a Aurora y ponerla al alcance de su madrastra y la diosa que le despreciaba. El linaje del pueblo seguía siendo tan mágico y estando tan acabado como el primer día en que un extraño árbol de hojas rojas creció junto al lago, maldito, agotado y profano.

—Un día difícil, reina mía —murmuró la curiosa sombra que se reflejaba en el espejo mientras ella decidía si había una arruga nueva o no.

Un cuento amargo |COMPLETA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora