Untitled Part 2

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M

e siento en un cojín mientras una duendecilla trenza mi

cabello hacia atrás de mi cara. Los dedos de la duendecilla

son largos, sus uñas afiladas. Me estremezco. Sus ojos

negros se encuentran con los míos en el espejo con garras de mi tocador.

—El torneo está todavía a cuatro noches —dice la criatura. Su nombre

es Tatterfell, y es una sirvienta en la casa de Madoc, atrapada aquí hasta

que se libere de su deuda con él. Ella me ha cuidado desde que era una

niña. Fue Tatterfell quien me untó una punzante pomada de hadas sobre

mis ojos para darme la Visión Verdadera para poder ver a través de la

mayoría de los glamures, quien me quitó el barro de las botas y quien ató 15

bayas secas de serbal para que me las pusiera alrededor del cuello para

resistir encantamientos. Me limpió la nariz mojada y me recordó que debía

usar mis medias al revés, para que nunca me extraviara en el bosque—. Y

no importa cuán ansiosa estés por ello, no puedes hacer que la luna se

oculte o aparezca más rápido. Trata de darle gloria a la casa del general esta

noche apareciendo tan hermosa como podamos ponerte.

Suspiro.

Ella nunca tuvo mucha paciencia con mi malhumor.

—Es un honor bailar con la Corte del Rey Supremo debajo de la colina.

Los sirvientes están muy inclinados a decirme lo afortunada que soy:

una hija bastarda de una esposa infiel, una humana sin una gota de sangre

de hadas, para ser tratada como una verdadera hija de la Tierra de las

Hadas. Le dicen a Taryn más o menos lo mismo.

Sé que es un honor ser criada junto a los hijos de Gentry. Un honor

aterrador, del cual nunca seré digna.

Sería difícil olvidarlo, con todos los recordatorios que me han dado.

—Sí —digo en cambio, porque ella está tratando de ser amable—. Es

genial.

Las hadas no pueden mentir, por lo que tienden a concentrarse en las

palabras e ignorar el tono, especialmente si no han vivido entre los

humanos. Tatterfell me saluda con aprobación, sus ojos como dos húmedas

perlas de azabache, sin pupila ni iris visibles.

—Quizás alguien pida tu mano y serás un miembro permanente de la

Alta Corte.

—Quiero ganar mi lugar —le digo.

La duendecilla hace una pausa, una horquilla entre sus dedos,

probablemente considerando pincharme con ella.

—No seas tonta.

No tiene sentido discutir, no tiene sentido recordarle el desastroso

matrimonio de mi madre. Hay dos maneras para que los mortales se

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