26, La muerte nos visita

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          La puerta se abrió de golpe.

Una fuerte luz iluminó toda la habitación.

Pegué un brinco quedándome helada con el libro sobre el regazo.

Tenía la impresión de haber sido descubierta haciendo una travesura.

Mis ojos se toparon con los de Olga.

Llevé ambas manos a la pasta del escrito intentando ocultarlo.

—Es Alberto —me avisó ignorando mis sospechosos actos.

Su rostro estaba colmado en preocupación.

Dio media vuelta y se alejó de manera apresurada.

Sentí que el aire se iba.

Por su expresión sabía no debía ser nada bueno.

Me olvidé de cualquier otro tema y me levanté enseguida arrojando el libro hacia un costado.

Ni siquiera me demoré en ponerme los zapatos. Corrí descalza hasta salir de la habitación.

En un par de zancadas atravesé el oscuro pasillo entrando al otro cuarto sin tocar.

Me encontré con la imagen de Alberto temblando sobre la cama. Mi tía Jazmín se situaba a su lado cargando una olla llena de agua sobre sus muslos. La mujer sacaba tiras de trapos bien humedecidos y se los ponía sobre la frente, brazos y piernas.

—¿Qué le pasa? —pregunté con voz temblorosa, pues ya sabía la respuesta.

—Tiene demasiada fiebre. No sé cómo no me había dado cuenta —se lamentó Jazmín.

Intenté disimular mi nerviosismo.

Me sentía muy culpable, debido a que le había ayudado a guardar ese secreto.

—Pero pronto estará bien. Ya verás —asintió muy rápido con la cabeza. Parecía bastante preocupada.

De manera silenciosa me acerqué hasta quedar parada a los pies de la cama.

Mi amigo tenía los ojos cerrados y parecía dormir.

Me quedé ahí quien sabe por cuánto tiempo con los brazos cruzados.

—Moriré en un par de días y cuando eso pase vas a creerme, sus palabras retumbaban en mi cabeza.

Tiempo después cambié mi mirada hacia la ventana. El cielo ya comenzaba a tornarse azul obscuro, lo que me indicaba que estaba por amanecer.

Escuché como Jazmín exprimió los trapos por última vez. Las pequeñas gotas cayeron sobre la olla ya vacía.

—Quédate con él, por favor. Iré por más agua —me dijo mientras se levantaba.

Solo asentí, no tenía ni que pedírmelo.

Caminé hasta situarme junto a Alberto. Dudaba en sentarme sobre la cama, pues no quería despertarlo.

De pronto, una mano me tomó por la muñeca con fuerza haciéndome pegar un chillido. Me solté de un tirón, sin embargo, al voltear me di cuenta que se trataba del agarre de mi amigo.

—¡Me espantas! —hablé bajo.

Se disculpó sonriendo un poco.

Solo él estaba de humor para hacer bromas en su lecho de muerte.

—¿Has estado fingiendo que dormías todo este tiempo? —le pregunté sentándome a su lado.

—Sí, pero no miento en lo mal que me siento.

Podía notarlo, se esforzaba por mantenerse completo, por otro lado, sus ojos carecían de emoción. Tenía la mirada perdida y gris.

—Tranquilo.

Quise agregar un: Todo estará bien, pero estaba segura de que no sería así.

—Estaría más asustado de no ser porque ya sé lo que viene —me explicó—. Y la calentura me ayuda a no sentir nada.

Me dieron ganas de abrazarlo, pero era demasiado tímida para eso. Me limitaría a acompañarlo hasta su último segundo.

—Tienes que salir de aquí, fue su maldita perra la que me mordió.

—¿Laica? —pregunté con un tono alarmado.

—Sí. Es peligrosa, huye de ella —al decir tales palabras dejó de temblar.

Se generó un pesado silencio.

Los párpados querían cerrársele, aunque justo antes de lograrlo él volvía a abrirlos.

—Alberto, ¿ya quieres dormir? —la voz me salió muy ronca. Tenía ganas de llorar, pero lo haría más tarde y a solas.

—Sí. Ya quiero irme a dormir —apenas y pudo mover la cabeza.

Tomé un gran puñado de valor para alzar mi mano y apartarle el cabello de la frente.

Quería saber más. Estaba loca por tener deseos de estar en su lugar, necesitaba respuestas. Entonces recordé algo importante.

—¡Alberto, aguarda! —exclamé—. ¿Cómo se llamaban tus padres?

—No sé... No lo recuerdo ahora —su voz era apenas un susurro.

—Por favor, Alberto. Haz memoria. ¿Cómo se llamaban tus padres? Te lo ruego —lo presioné repitiendo mi pregunta.

—Roberto... —dijo entre dientes.

—Ajá, ¿y tu mamá? —lo moví un poco.

—Mi madre... se llamaba... María —alcanzó a decirme.

De haber estado un solo centímetro más alegada de él no habría sido capaz de entenderlo.

—Gracias amigo —le susurré unos segundos después.

Alberto ya no me respondió, ni siquiera estaba segura de sí alcanzó a escucharme, pues ya había muerto.

¿Qué sería de mí ahora que estaba sola contra el par de brujas?

Cuidado con Las Voces [TERMINADA] Libro #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora