A UN PASO DE PERDERTE 2

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CAPÍTULO 2.

Londres, agosto de 1942.

De una boda en tiempo de guerra nadie esperaba que fuera espléndida, pero el trabajo de las damas de la parroquia era motivo de orgullo para su reverendo. El austero interior de ladrillo de St. Crispin estaba engalanado con dalias, polemonio y crisantemos procedentes de jardines agostados, y cruzando la carretera, en la sacristía, habían dispuesto con esmero alrededor de la tarta de un solo piso un surtido de emparedados de pasta de arenque y jamón en conserva.

King’s Oak era una población pequeña del norte de Londres, formada en gran medida por casas adosadas victorianas con diminutos patios traseros y pulcras viviendas pareadas construidas después de la última guerra. Desde luego no era una parroquia rica, pero no se podía decir que no fuera generosa.

Se habían intercambiado cupones y juntado raciones, y el banquete resultante era un homenaje al ingenio de los feligreses de St. Crispin y a la alta estima en que tenían a su vicario. Este presidía la iglesia, no mirándoles, como solía hacer, sino con la cabeza inclinada en una conversación privada con Dios. Había algo vulnerable, pensó Una mujer allí presente desde su asiento de siempre en los bancos de la tercera fila, y también bastante sobrecogedor, en aquella comunión solitaria con el Señor.

El pastor no era un hombre especialmente joven—la diferencia de años entre él y la novia había sido muy comentada en el curso de reuniones de la Unión de Madres y el Comité de Suministros del Hospital—, pero su aire libresco y famélico daba sensación de juventud y despertaba en las damas de la congregación (en los días anteriores al racionamiento, al menos) el impulso de hornearle pudines de riñonada y pasteles de carne con los restos del asado de los domingos.

Todos lo consideraban un solterón irredento y su compromiso con la joven Candice White los había sorprendido mucho. De hecho, mientras la mujer tocaba un estridente acorde en el órgano para anunciar la llegada de la novia, la mujer le vio levantar la cabeza y abrir más los ojos, como si también a él le hubiera pillado desprevenido aquel giro de los acontecimientos.

Su expresión, cuando miró al padrino de pie, a su lado, era casi de pánico, pobre criatura. La novia, en cambio, ay, era una preciosidad. Cuando se volvió para mirarla la mujer notó que le escocían los ojos y el pecho se le henchía bajo su mejor vestido de antes de la guerra. Delgada como un junco, los estrechos hombros muy rectos, la cara pálida bajo la bruma del velo, la pequeña Candy tenía más aire de princesa que de muchacha criada en un hospicio. El vestido era otro esfuerzo colectivo, donado por Una anciana (que lo había llevado en 1919 cuando su amor se recuperó lo bastante del gas mostaza para balbucear un ronco: «Sí quiero») y reformado por el Círculo Femenino de Costura. Sus integrantes habían dejado de hacer vendas durante un mes entero mientras actualizaban el estilo y metían todas las costuras para adaptarlas a la diminuta constitución de Candy, que ahora parecía aún más minúscula con la imponente figura caminando a su lado en representación de un padre.

Pero era Candy quien atraía todas las miradas. Nadie de los allí presentes había soñado jamás que un vestido mohoso de encaje antiguo pudiera transformarse en aquella imagen de pura hermosura.

La mujer se secó una lágrima y se concedió un instante de orgullo maternal. En ausencia de la madre de la joven, decidió que su sentimiento no era exagerado. Se le agrió un poco la expresión cuando sus ojos se posaron en la otra joven caminando detrás de la novia. Llevaba un vestido de satén azul hielo que había resultado despampanante cuando fue dama de honor en el verano del 39. El color casaba bien con su pelo teñido de negro, pero llevaba aquella prenda recatada con actitud de estar secretamente divertida, como si las mangas abullonadas y el pudoroso escote palabra de honor le resultaran en cierta manera ridículos. Incluso haciendo algo tan sencillo como caminar hacia el altar, la joven Nancy amiga de la novia se las arreglaba para parecer ligeramente indecente. Realmente las dos jóvenes eran como la noche y el día, resultaba inexplicable que fueran tan amigas, aunque quizá no tener familia y criarse en uno de esos lugares te hacía aferrarte a lo primero que te ofreciera consuelo. La mujer confió en que, ahora que Candy iba a convertirse en la señora de Andley y esposa de un vicario, dejara atrás aquella amistad tan poco recomendable. La mujer aceleró el tempo de la marcha nupcial a medida que la novia se acercaba al novio que la esperaba. Haces de sol, llenos de motas de polvo como un confeti dorado y celestial, entraban a raudales sobre las cabezas inclinadas.

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