Capítulo 3.
año 2011.
Los días cortos se fundían unos con otros interrumpidos solo por tramos interminables de noche. La mejor manera, la única, de soportar la oscuridad, el frío y el hambre era dormir. En ausencia de luz eléctrica, televisión y comidas a horas debidas, el reloj de su cuerpo se reajustó a un ritmo más primitivo y lo hizo con una facilidad asombrosa, como un animal que hiberna, de modo que grandes porciones de su tiempo quedaron sumidas en el olvido. Cuando estaba despierta, el silencio atronaba y resonaba en su cabeza y sentía su voz encogerse y endurecerse en la garganta, como le ocurría a la sirenita. Le hizo darse cuenta de hasta qué punto quería —necesitaba— cantar; de que, a pesar del jefe y de sus sueños rotos, cantar seguía siendo una parte importante de ella. Cuando se desplazaba sin hacer ruido por la casa a oscuras tenía la sensación de haber dejado de existir. Igual que un fantasma. El mundo se encogió hasta reducirse a las paredes húmedas y la estrecha franja de calle visible por el hueco entre las cortinas. Como la calle terminaba delante de la casa, el tráfico era limitado y se familiarizó con los transeúntes habituales.
La casa de al lado pertenecía a una joven de veintitantos años con un trabajo o un novio que le hacían pasar algunas noches fuera. La veía salir temprano por la mañana, sus tacones repiqueteando apresurados por el camino de entrada, la cola de caballo meciéndose sedosa, y envidiaba su eficacia, su determinación, su aspecto aseado.
En la casa al otro extremo de la hilera vivían dos hombres de mediana edad que salían juntos por la mañana, envueltos en bufandas de punto de colores vivos, y regresaban de noche cada uno por su cuenta, uno de ellos cargado con abultadas bolsas de un supermercado pijo. No había visto al residente de la casa restante, pero imaginaba que era una persona mayor. Tres veces al día se detenían coches delante y de ellos salían mujeres con uniforme azul. Cuidadoras, supuso. Sus visitas coincidían con las horas de las comidas y le recordaban el hambre que sentía.
El exiguo alijo de provisiones del armario de la cocina había menguado hasta casi desaparecer. Se había terminado los bollos de higo, así como una lata de arroz con leche, una de melocotones y una caja de galletas saladas Ritz reblandecidas. Todo lo que quedaba era otra lata de melocotones y un frasco de pasta de carne. Solo con mirarlo se ponía enferma; se lo comería únicamente en caso de extrema necesidad. El hambre era peor que la oscuridad o el frío, porque le afectaba no solo el cuerpo, sino también la mente. Cuando no estaba durmiendo, cada vez le resultaba más difícil encontrar la energía para moverse del sofá donde se acurrucaba bajo la manta y miraba con ojos vidriosos por la ventana mientras sus pensamientos se sucedían sin que consiguiera centrarse en ninguno.
Durante meses —desde la noche en que el jefe le había hecho daño de verdad por primera vez y la había asustado— no había pensado en otra cosa que huir de él. La mayor parte del tiempo se le había antojado una ambición sin esperanza, pero ahora que lo había conseguido era como alguien que sale de un túnel oscuro a una luz deslumbrante. Había escapado, pero no veía un lugar al que pudiera ir. Al final fue la necesidad urgente de comer lo que la obligó a actuar. Después de tres días (¿habían sido tres? Había perdido la cuenta) en el sofá, el dolor del tobillo había disminuido hasta permitirle apoyar el peso en él y caminar… Tenía el dinero en el bolsillo de su cazadora. Pero también tenía el pelo asqueroso, carecía de zapatos y llevaba uno de esos vestidos que pueden conducir a la hipotermia y a situaciones poco deseables. Agotada como estaba, reunió las energías que le quedaban y las dedicó a la tarea de superar estos obstáculos. Empezó por el pelo. En el cajón de la cocina había unas tijeras grandes, con hojas largas y oxidadas. Una vez en el cuarto de baño, inclinó la cabeza hacia delante, se recogió el pelo en una cola de caballo e intentó cortársela. Las cuchillas desafiladas mordisquearon el pelo como un perro royendo un pedazo de carne dura, pero al final un puñado de pelo cayó a sus pies. No había champú, así que puso la cabeza debajo del grifo y apretó los dientes mientras el cuero cabelludo se le encogía bajo el agua helada. Después se sintió mareada por el frío, la inversión de la gravedad y la ausencia de su pelo largo y abundante. Se frotó la cabeza vigorosamente con la toalla rasposa y a continuación se situó frente al espejo del armario para examinar los resultados de su trabajo. Ay, Dios mío, ¡si parecía una huérfana victoriana o un miembro del coro de Los miserables! De pronto los ojos y la boca eran demasiado grandes para la cara, que aparecía diminuta y demacrada bajo los trasquilones. La nariz se le había vuelto de color rojo intenso con el frío. Pero se sentía más limpia. Más ligera. Tiritando, se abrazó a sí misma y se dirigió hacia las escaleras. La planta baja le resultaba ya tan familiar que casi le parecía estar en su propia casa, pero hasta entonces algo le había impedido subir al piso de arriba. Le parecía una intrusión, una falta de respeto. Su risa áspera rebotó en las paredes de la estrecha escalera. Había allanado la casa, robado comida de los armarios, abierto correo que no estaba dirigido a ella… Intrusiones había cometido ya unas cuantas. Al final de la escalera había un rellano diminuto y cuadrado con puertas a ambos lados. La de la izquierda estaba cerrada, pero la otra estaba entornada de modo que dejaba pasar la luz y descubría un dormitorio en el que apenas había espacio para una cama de matrimonio y una cómoda, así como un armario anticuado hecho de una madera oscura y endeble. La cama estaba cubierta con un cobertor acolchado de poliéster rosa salmón y, aunque no había nada sobre la cómoda, si se examinaba de cerca se veían restos de polvos volcados y los anillos pegajosos que habían dejado botellas y frascos en su superficie pulida. Fue hasta el armario con la sensación de estar siendo observada. La puerta se atascó un instante antes de abrirse hacia fuera, de manera que las perchas de alambre del interior emitieron un murmullo argentino. La mayoría estaban vacías, pero arrumbadas al fondo había prendas colgadas: indumentaria de otra época, de otro mundo, en el que las mujeres se vestían como damas con trajes hechos a medida y vestidos abotonados de arriba abajo y se ponían tacones altos y sombreros. En la oscuridad del fondo reparó en un suave destello de pieles, brillo de dientes y unos ojos. Nerviosa, cogió la percha que tenía más cerca y de la que colgaba una gabardina beis. Le serviría para tapar el vestido y darle algo de calor sin darle aspecto de abuelita de Caperucita Roja. O del lobo. En el fondo del armario había cajas de zapatos amontonadas en pilas de dos o tres. Las etiquetas delanteras mostraban dibujos del contenido. Los de arriba eran de calzado resistente y poco atractivo, la clase de zapato diseñado para proteger los juanetes y acomodar tobillos hinchados. Seguramente lo que necesitaba en ese momento y, sin embargo, su vista se detuvo en la parte inferior de la pila, donde las cajas eran más antiguas y frágiles y mostraban dibujos a línea amarillentos de elegantes zapatos de salón con punta estrecha y tacón alto. Sacó una. Los zapatos que había dentro eran de suave piel negra recubierta de una capa de moho como la pelusa de una ciruela. La retiró con una esquina de la colcha rosa y se los puso. Los tacones no medían ni tres centímetros, pero eran estrechos y, cuando probó a dar un par de pasos, se tambaleó. Le quedaban un poco grandes, pero puesto que la alternativa era ir descalza, tendría que apañárselas. Un susurro de perfume la envolvió cuando metió los brazos en la gabardina. Le llegaba hasta la rodilla, se abrochaba con grandes botones de carey y un cinturón de tela con una hebilla. Después de un instante de vacilación descartó la hebilla y, recuperando una imagen largo tiempo olvidada de una vieja película en blanco y negro o algo similar, se ató el cinturón con un nudo apretado. Afuera la luz empezaba a declinar. Estudió su reflejo sin cabeza en el espejo de la cómoda y no reconoció nada de lo que vio. Su aspecto era elegante, sofisticado; de una mujer de mundo en lugar de una muchacha de uno de los barrios más duros de Leeds. Entonces dobló las rodillas y se vio la cara, espectral en la penumbra y con el pelo de huerfanita, y el efecto desapareció.
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A UN PASO DE PERDERTE
RomanceUnirse en matrimonio en tiempos de guerra es difícil, pero es más difícil descubrir que tus sueños se derrumban el primer día de casados. Pero entonces Candy conoce el verdadero amor con Terry y sin embargo un abismo lo separa. Él juro amarla toda...