A UN PASO DE PERDERTE 21

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Capítulo 21.

Candy apretó los dientes, se abrió de nuevo paso entre la gente y cogió a su hija. Charles ya estaba en la tarima cuando volvió a entrar, esperándola expectante al lado de Fred Collins.

—Siéntese aquí, señora Andley.

—Fred Collins señaló la única silla—. Y si puede apoyarse a la niña en el brazo para que podamos verle la carita… Candy se dejó colocar y manipular hasta que los tres formaron una bonita estampa familiar. Se preguntó si se acordaría de cómo sonreír.

—Quizá es mejor que yo me ponga al otro lado —dijo Charles—. Por el brazo…

—Perfecto, sí señor —atronó Fred Collins inclinándose y mirando por el objetivo con el ceño fruncido—. No, póngase como antes, señora Andley, levante la vista hacia el reverendo…

Candy levantó la cabeza obediente y fue entonces cuando vio al hombre que estaba de pie en la entrada. Alto. Uniformado. Hombros anchos que casi no cabían en el marco de la puerta. Caderas estrechas y piernas largas, un poco como…

No.

Se levantó.

—No…

—Cariño… Cariño, estabas perfecta así… Tenía círculos oscuros alrededor de los ojos. La miraba, la observaba con una mezcla de desesperación, anhelo y angustia que no dejaban lugar a dudas. Aunque la cabeza de Candy le susurraba No puede ser, cada célula de su cuerpo vibraba sabiendo que era él.

—Terry.

Debajo de ella, en la sacristía, la gente había empezado a darse cuenta. Volvían la cabeza hacia donde miraba Candy. Hacia el hombre de pie en umbral con un uniforme del ejército estadounidense. Candy solo le veía a él. La sangre se le agolpó en la cabeza. No podía apartar los ojos de él, temía que desapareciera si parpadeaba.

—¿ Cariño…? —La voz de Charles se había vuelto glacial. Se situó delante de ella, impidiéndole ver a Terry.

De pronto Candy fue consciente de que el clamor de las conversaciones en la sacristía había dado paso a susurros incómodos. Charles tenía la cara color carmesí y los labios blancos—. ¿Conoces a ese hombre?

—Sí —susurró Candy y dio un paso atrás—. Sí, le conozco. Y, dicho eso, bajó a toda prisa los escalones con Daesy recostada contra el hombro. La gente se apartó para dejarla pasar y todas las miradas la siguieron hasta la puerta. Junto a la tetera, Ada estaba boquiabierta.

—Melocotones en conserva —le musitó incrédula a Marjorie—. Es el americano que los trajo el año pasado. Sabía que le había visto en alguna parte. —Adoptó una expresión severa y negó con la cabeza—. Vaya, vaya. ¿Quién lo habría dicho? Pobre reverendo. No pensé que la señora Andley fuera capaz de algo así. Venderse a un yanqui por unas conservas de fruta.

Un bebé. Por Dios bendito. Un bebé. Tenía la impresión de haberse tragado el sol y que este, una vez en su garganta, era tan grande que asfixiaba. Estaba temblando. La adrenalina se le disparó y le impidió pronunciar palabra. Llevaba días durmiendo solo de forma intermitente y la realidad se había convertido en fragmentos de bordes irregulares que no terminaban de encajar unos con otros. Había vuelto a Inglaterra el día anterior y había pasado las últimas veinticuatro horas reunido con los servicios de inteligencia británicos y estadounidenses. Se había dado una ducha y aceptado un uniforme nuevo, pero rechazado la oferta de una cama. La idea de dormir era tentadora, pero la necesidad de ver a Candy era más fuerte que todo lo demás. Mientras la veía acercarse fue consciente de manera marginal de las otras personas que había en la sacristía detrás de ella y del silencio que se había hecho en la habitación, pero no le importó. Aquel era el momento que había anhelado. Para el que había vivido. Le ardían los dedos de la necesidad de tomarla en sus brazos y besarla como un loco, pero en lugar de ello le cogió la mano y la apretó con fuerza mientras se miraban a los ojos y el resto del mundo desaparecía.

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