CAPÎTULO 14Año 1943.
El tren estaba sucio y abarrotado, como todos los trenes aquellos días. Candy lo había recorrido entero apretando los dientes y simulando indiferencia ante los pitos y silbidos de los soldados apretujados en los pasillos mientras buscaba un vagón que no estuviera lleno de uniformes color caqui. Por fin había visto un asiento libre en un compartimento con dos marineros dormidos y una madre de aspecto agobiado con dos niños. Hasta que no colocó su pequeña maleta en el portaequipajes y se sentó, no reparó en la palidez verdosa del menor de los pequeños.
—Se marea —explicó con un suspiro la madre mirando a Candy—. Esta mañana ha vomitado tres veces en el tren de Maidstone. Ojalá no le hubiera dado de desayunar… Menudo desperdicio de pan y margarina.
Candy sonrió débilmente preguntándose cómo le habría pasado desapercibido el olor que rodeaba al niño y si era demasiado tarde para coger su maleta y marcharse. Tal vez debería bajarse en la siguiente estación y volver a Londres, acceder a aquello había sido una equivocación. Se volvió para mirar por la ventana con la esperanza de disuadir a la mujer de seguir hablando. Habían quitado los letreros de las estaciones en que pararon, lo que la hizo sentirse más desorientada que nunca. Reflejada en el cristal, su cara era un borrón espectral, tan blanca como la del niño. Cuando el tren entró en un túnel, la oscuridad le acentuó los rasgos y reveló dos remolinos a modo de ojos, ridículamente coronados por el sombrerito de paja, el más reciente de los trofeos rescatados por Ada del botín de las donaciones. Se lo quitó. Era ridículo. Ella también tenía un aspecto ridículo tratando de parecer refinada, con su vestido de saldo. Dios Santo, pero ¿qué estaba haciendo? Arriesgar todo lo que tenía, todo lo que siempre había querido —un hogar, seguridad, una familia propia— ¿por qué? ¿Por un fin de semana haciendo porquerías? Porque esa era obviamente la intención de él, el motivo de tantos planes, cálculos y cartas. Y eso que apenas la conocía. Dos besos no habían bastado para hacerle perder el interés. Pensó en la combinación de seda ajustada que llevaba debajo y el pánico afloró como leche a punto de hervir. Lo más probable era que la mirara y cambiara de opinión, igual que Charles en su noche de bodas. Ay, Dios…
—¿Está bien, querida? Usted tampoco tiene muy buena cara.
—Voy al lavabo —murmuró Candy poniéndose de pie. El lavabo al final del vagón estaba ocupado, así que caminó por el tren bamboleante dejando atrás grupitos de soldados fumando por las ventanas y pasándose fotografías de chicas en traje de baño hasta encontrar uno vacío. El interior era estrecho y apestaba, el olor era casi peor que en el compartimento del que acababa de salir. Se miró en el espejo. Es demasiado tarde para echarte atrás. Has empezado esto y tienes que llegar al final. De su bolso sacó la barra de labios que Nancy la había obligado a aceptar antes de salir —juntas, para que pareciera que iban a ver a su madre ficticia— e hizo girar la base. ¿Cómo llamaban las revistas a aquel color? La roja insignia del valor. Se puso un poco. Le quedaba atroz con su palidez cadavérica; estridente e inapropiado, el torpe intento de una chiquilla de parecer una mujer. Intentó quitárselo, pero era difícil de borrar. Alguien llamó con fuerza a la puerta y se sobresaltó. Salió murmurando una excusa. No soportaba la idea de volver a su asiento, así que se quedó de pie junto a una ventana abierta dejando que el viento le golpeara la cara. No era un trayecto largo —de eso se trataba, precisamente— y enseguida el tren estuvo circulando entre paredes traseras de casas y jardines cubiertos de maleza con ropa tendida ondeando entre hileras de hortalizas.
En pocos minutos habría llegado. Volvió a su asiento a coger la maleta. El olor a vómito la golpeó en cuanto abrió la puerta del compartimento, donde la mujer frotaba con furia el asiento con un pañuelo. Candy cogió su maleta y salió a toda prisa. Las caras borrosas en el andén cobraron nitidez a medida que el tren disminuía la velocidad y a continuación se detenía con un enorme suspiro y una sacudida. En el pasillo Candy se demoró, apretada contra la ventana para dejar pasar a la gente que salía de los compartimentos y bajaba al andén delante de ella. Durante un momento eterno y confuso permaneció en el pasillo vacío mirando la puerta abierta hasta que apareció un guarda.
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A UN PASO DE PERDERTE
RomanceUnirse en matrimonio en tiempos de guerra es difícil, pero es más difícil descubrir que tus sueños se derrumban el primer día de casados. Pero entonces Candy conoce el verdadero amor con Terry y sin embargo un abismo lo separa. Él juro amarla toda...