A UN PASO DE PERDERTE 19

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Capítulo 19.

Año 1943 - 1944.

Los altos ventanales de St. Crispin estaban engalanados con abundante hiedra y ramas procedentes de un enorme seto de coníferas que crecía al fondo del prado de la sacristía. La luz de las velas hacía brillar sus hojas satinadas y dejaba ver unas pocas bayas que destacaban en pequeños racimos contra el fondo verde. No había nada mejor que las velas para un día de Navidad. Ada miró hacia las ventanas donde, a las cuatro de la tarde, el día se iba quedando ya sin luz. Si el viejo Stokes no se daba un poco de prisa, ese quisquilloso de Jim Potter le metería una buena multa por quebrantar las normas del toque de queda. Miró hacia donde estaba Jim sentado con su mujer.

El hecho de que fuera Nochebuena y que llevara su mejor traje en lugar del uniforme de patrullero de la ARP, la organización encargada de las medidas de precaución contra ataques aéreos, no le impediría cumplir con su deber oficial. Por fin el reverendo Stokes anunció el último himno y todos se pusieron en pie para cantar O Come All Ye Faithful. Era uno de los preferidos de Ada, aunque resultaba difícil imaginar a todas las naciones celebrando gozosas el final de otro año más dedicado a despedazarse unas a otras. Lo cierto era que la guerra parecía no ir a acabar nunca y era más difícil de soportar y asimilar en Navidad. Todo el sufrimiento. Todas las pérdidas. Formuló una nueva y silenciosa plegaria de agradecimento porque su Harry estuviera en casa durmiendo, recuperándose del viaje de treinta y seis horas para llegar hasta allí. Había muchos otros que no tenían tanta suerte. El reverendo Stokes había leído la lista de miembros de la congregación que no pasarían las fiestas en casa. No era de extrañar que el oficio durara tantísimo. La mirada de Ada se posó en la figura solitaria del banco delantero y se le quebró un poco la voz cantarina. Pobre criatura. De espaldas nadie habría dicho que esperaba un niño, estaba más delgada que nunca. Demasiado delgada, en opinión de Ada. La barriga del bebé parecía algo pegado que no tenía nada que ver con el resto del cuerpo. Al principio había estado malísima, como era de esperar, pero a estas alturas el malestar ya debería habérsele pasado y debería haber estado radiante, al menos todo lo radiante que podía estar uno en aquel invierno de guerra interminable. Pero no era así. Su pelo había perdido el brillo dorado que había tenido en verano y los ojos su brillo verdoso. Se diría que, en lugar de esperar un bebé, estaba llorando la muerte de un ser querido.

El órgano subió de volumen mientras Marjorie Walsh entonaba triunfal y a voz en cuello el último verso. Nacido para salvar a los hombres, cantó Ada pensativa. Los bebés siempre traían esperanza.

Quizá Candy se animara cuando tuviera al pequeño en sus brazos. Mientras tanto decidió que estaría pendiente de ella, asegurándose de que se alimentaba debidamente y de que el glotón de Stokes no se comía sus raciones. Mientras los feligreses abandonaban los bancos caminando despacio hacia la puerta y el gélido crepúsculo exterior, Ada dejó a Alf y se reunió con Marjorie y su marido. El doctor Walsh había sacado su reloj de bolsillo y lo miraba diciendo:

—Si nos damos prisa, tal vez lleguemos al final del Festival de las Nueve Lecciones y Villancicos en la radio.

—Acabamos de oír villancicos —le recriminó Marjorie.

—No me vas a comparar… Marjorie estaba a punto de contestar cuando reparó en la presencia de Ada y tuvo que esbozar una sonrisa cortés.

—Una misa preciosa, en mi opinión. Muy festiva, gracias a las velas, pero deberíamos apagarlas enseguida, ahora que está anocheciendo. Y qué carta tan bonita la del reverendo Andley, aunque da la impresión de que tiene que hacer un esfuerzo por mantener la esperanza y seguir alegre.

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