A UN PASO DE PERDERTE 6

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Capítulo 6.

año 1943.

Habían llevado un cerdo. Las Navidades habían sido austeras, despojadas de casi todos sus tradicionales placeres por la soga cada vez más apretada del racionamiento. De modo que cuando alguien dijo en el bar The Albion que en el club porcino de Palmers Green había nacido una camada de ocho lechones, se había imaginado un jamón reluciente presidiendo la fiesta del año siguiente. Antes de que a Ada le diera tiempo a enumerar todas sus objeciones, había convertido la carbonera en una pocilga e instalado en ella una lechona rosa y sedosa llamada Blossom.

—¿ Se puede ser más tonto?—suspiró Ada cruzando los brazos bajo sus prominentes senos—. Con lo blando que es, lo más probable es que la tengamos sentada a la mesa con nosotros en Navidad en lugar de servida como plato principal.

—Es una monada—dijo Candy, cerrándose más el abrigo mientras miraba a Blossom enterrar su hocico cubierto de pelusa en el montón de peladuras de hortaliza que había llevado de la cocina de la vicaría.

—Bueno, pues esperemos que dé buena panceta. Gracias por los restos, querida. Vamos dentro, que hace frío y le voy a hacer una taza de té.

Era media tarde, pero el día de febrero había renunciado a dar luz. El mundo entero había adquirido el mismo tono gris sucio y feo de los chalecos del reverendo Stokes. Candy sabía que debía negarse—el té era un bien escaso aquellos días—, pero la tentación no solo de tomar algo caliente, sino también de tener a alguien con quien hablar era demasiado grande. Con el reverendo Stokes residiendo en la vicaría, esta ya no le parecía ese hogar que tanto tiempo había deseado. La cocina de Ada estaba caldeada y húmeda por el vapor con olor a carne que salía de una cazuela puesta al fuego.

—Hueso de cordero—explicó Ada cerrando la puerta trasera con un guiño cómplice—. El señor Fairacre me lo sacó de debajo del mostrador. Le dará algo de sabor a la sopa, aunque no es tanta cantidad como el olor da a entender. Sopa de la desilusión, la llama mi esposo.

—Eso es que no ha probado la mía—dijo Candy sombría. Sabía que debía esforzarse más por aguantar la sarta de comentarios provocativos y chistes picantes del señor Fairacre, pero siempre le ardían las mejillas antes de que le diera tiempo a pedir y, en todo caso, le parecía que el esfuerzo no merecía la pena, ahora que solo cocinaba para el reverendo Stokes y ella misma. Acostumbrado a la comida del seminario, el reverendo se comía lo que le ponía delante sin queja ni alabanza, aunque a Candy le consternaba las cantidades de alimento que ingería, como si el concepto de racionamiento no fuera con él.

—No se preocupe—dijo Ada a modo de consuelo mientras añadía algunas preciadas hojas de té nuevas a las viejas en la recia tetera marrón—. Lleva tiempo aprender los trucos, eso es todo. Mucho antes de que tuviéramos noticias de Hitler, yo ya tenía que alimentar a una familia de cinco con unos pocos chelines. Lo sé casi todo sobre cocinar a base de sobras.—Puso las tazas sobre la mesa y miró a Candy—. ¿Se está usted alimentando bien? Tiene aspecto de necesitar una buena comida.

—Como todos, ¿no? Ada se alisó el delantal sobre sus anchas caderas.

—Eso desde luego, pero algunas tenemos más reservas con las que resistir. Ha tenido una gripe muy fea, necesita recuperar las fuerzas.

—Estoy bien. Candy cogió la taza que Ada le pasó desde el otro lado de la mesa y cerró las manos alrededor de su calor. La gripe la había atacado un día antes de Nochevieja y había pasado las dos primeras semanas de 1943 en la cama, sudando, tiritando y delirando hasta que no fue capaz de distinguir entre lo real y lo que su cerebro febril había inventado. La recuperación había llegado poco a poco, pero la sensación de irrealidad persistía. Desde el otro lado de la mesa, Ada la estudiaba sin disimulo por encima del borde de su taza de té.

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