A UN PASO DE PERDERTE 4

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Capítulo 4

año 1942.

Los días de otoño se acortaban.

A las cinco Candy renunció a tratar de escudriñar en la oscuridad y echó las cortinas. Era una verdadera lástima; el cielo seguía veteado de franjas color rosa contra las que las tejas de terracota de la iglesia parecían una puntilla de encaje negro, pero supuso que aquella era una más de la lista de privaciones impuestas por la guerra. Naranjas. Chocolate. Jabón. Atardeceres de otoño. Salió al pasillo para llamar a la puerta de su esposo y preguntarle si quería que echara también sus cortinas, pero la hebra de luz bajo la puerta le dijo que no hacía falta. La reunión había durado casi toda la tarde. Una hora antes Candy había llevado una bandeja con té y bizcocho sin huevos, hecho especialmente en honor del obispo, que a ojos de su esposo tenía estatus de ídolo de película de Hollywood. Los hombres habían interrumpido su conversación mientras ella disponía el té sobre la mesa y el obispo había dicho en una voz particularmente alta y enérgica para que el reverendo Stokes, que era sordo, pudiera oír:

—Así que esta es la encantadora señora Andley. ¡Y trae bizcocho! Poco menos que el milagro del agua y el vino, dadas las circunstancias. ¡Muy bien, querida!

Candice había salido de la habitación feliz por los halagos de tan elevado origen, complacida tanto por su esposo como por ella misma. La cocina estaba caliente en comparación con las corrientes de aire del pasillo y deliciosamente aromatizada con la carne de vaca que llevaba todo el día haciéndose a fuego lento. Era pecho, muy fibrosa, y había tenido un aspecto poco prometedor en su envoltorio de papel, pero Ada Broughton la mujer del coro en la iglesia, que había hecho cola detrás de ella en la carnicería de Fairacre, le había dicho que cocinada a fuego lento durante bastante tiempo daría para un buen estofado. Candy esperaba que así fuera, puesto que era su ración de carne para la semana. Había decidido que conformarse el resto de los días con pastel de verduras y queso sería un sacrificio tolerable a cambio de una comida de sábado especial y se había esmerado en poner la mesa del comedor y encender la chimenea del cuarto de estar. En realidad tendría que soportar mucho más que pastel de verduras y queso para salvar el muro que parecía haberse erigido alrededor de su esposo. Desde que volvieron de Brighton se había ido alejando más y más de ella, de manera que Candy sentía que su relación se parecía más a la de empleador y ama de llaves que habían mantenido antes de casarse. Quizá una cena tranquila —algo menos deprimente que el monótono menú diario— y el concierto por la radio después, a la luz de la chimenea… Quizá…

Metió los pies en los feos zapatos de cordones y salió al atardecer húmedo y añil. Aspiró el olor a tierra, a frío y a humo de chimeneas mientras cogía manzanas caídas del árbol sosteniendo el delantal a modo de cesta para guardar las buenas. No había muchas; la temporada casi había terminado y habían compartido la cosecha. Apenas había una casa en King’s Oak que no hubiera comido crujiente de manzana aquel otoño, aunque los frutos estaba verdes y agrios y para cocinarlas había que consumir un azúcar valioso. Candy había sido de lo más mezquina con la cantidad que había puesto en el azucarero para el té antes, de forma que le quedara suficiente para hacer un buen pastel y también natillas. Su esposo estaba demasiado delgado. Tenía las mejillas aún más hundidas bajo los pómulos y el ángulo de la mandíbula se le había afilado, algo que Candy no podía menos que atribuir a su ineptitud como esposa. Antes de entrar se detuvo en las escaleras traseras y miró en dirección a la ciudad.

Era sábado por la noche. El cielo había perdido ya su matiz rosáceo y adquirido un tono morado muy claro salpicado por unas pocas estrellas y una luna llena otoñal amarillo cera. Solían llamarla luna de bombardeos, aunque las noches de ataques aéreos parecían quedar ya muy atrás y todos se mostraban de lo más displicentes sobre la posibilidad de que volvieran.

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