A UN PASO DE PERDERTE 17

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Capitulo 17.

Año 2011.

En el hospital hacía calor. La cama era de colchón firme y sábanas inmaculadas. El mundo exterior era como un planeta desconocido. Jess pasó horas sumida en un sopor. Tenía la mente tan en blanco y tan limpia como las sábanas. No quería pensar; ni sobre lo que había pasado ni sobre lo que vendría después, tampoco en adónde iría cuando estuviera lo bastante bien para marcharse. Durmió mucho. Y en los intervalos a medio camino entre el sueño y la vigilia, pensaba en Terry y Candy, revivía su historia. Y, cuando se despertó, vio las campanillas puestas en agua en la mesilla junto a la cama y pensó en Will Holt. En su manos fuertes cogiendo las suyas y en su sonrisa triste y dulce.

Después del almuerzo (una aburrida ensalada de quinoa con aderezo bajo en calorías comprada en el supermercado pijo del barrio) Will se fue a ver al señor Greaves. Dado el giro inesperado de los acontecimientos, la última vez no había tenido ocasión de inspeccionar bien la casa de Nancy y, puesto que no había electricidad, tenía sentido ir de día en lugar de por la tarde, después del trabajo. Esta vez, decidido a no flaquear en su resolución, llevó fruta en lugar de tarta: una piña pequeña, una granada, uvas y arándanos. El anciano dormitaba cuando llegó. Will le vio a través de los visillos, inclinado de lado en su butacón como si el peso muerto de su brazo tirara de él hacia el suelo. Se disponía a marcharse y a esperar media hora dentro del coche cuando el señor Greaves abrió de pronto los ojos y se enderezó haciéndole signos para que entrara por la puerta de atrás. Un callejón estrecho pasaba por la pared posterior de la primera casa, la que tenía una maceta de hierbas aromáticas en la ventana, y también de los jardines traseros de las demás. El último estaba engullido por maleza altísima y arbustos silvestres que invadían el seto del número 4. En cambio, el jardín del señor Greaves estaba cuidado y casi sin vegetación, tan solo unas pocas plantas en macetas en las esquinas del pavimento teselado igual que adolescentes huraños en una discoteca. La puerta trasera no estaba cerrada. Will entró y fue hasta la habitación de la entrada. El señor Greaves estaba sentado muy tieso y con aire de gran expectación.

—Pensaba que estaba dormido ¡pero le he visto! Es el haber estado en los condenados convoyes. ¡Aprendí a dormir con un ojo abierto! —Miró la bolsa del supermercado que llevaba Will—. ¿Qué tiene ahí?
—Fruta. Piña, arándanos. Y una granada… El señor Greaves dejó de sonreír.

—Bueno, no pasa nada. Quedan tartaletas de la última vez. De cereza, mis preferidas. ¿Por qué no pone agua a hervir y nos tomamos una con una taza de té antes de que vaya a casa de Nancy?

Después del acogedor desorden de la casa del señor Greaves, la del número 4 resultaba fría y desolada. Will no estaba muy seguro de por dónde empezar a buscar pistas sobre el pasado de Nancy Price. Deambuló por las pequeñas habitaciones tratando de imaginar cómo habría sido la casa en otro tiempo, antes de que se colara en ella la humedad y pespunteara las paredes con elaborados dibujos de moho. Abrió cajones del aparador y revisó sus contenidos con escaso entusiasmo: manuales de instrucciones de electrodomésticos difuntos hacía mucho tiempo, amapolas de papel del día del Recuerdo hechas jirones, antiguas monedas españolas desperdigadas. En un cajón de la cocina encontró un montón de dinero en cupones de descuento y una libreta de ahorros. Cuando pasó las páginas para comprobar el último ingreso, vio que era de 1968 y que el saldo de la cuenta era de siete libras, cuatro chelines y seis peniques. Salió de la cocina y volvió a las escaleras. Estaban a oscuras y las dos puertas del piso de arriba permanecían cerradas. Subió e intentó abrir la de la izquierda, pero se le resistió incluso cuando apoyó el hombro y la empujó. Por un instante consideró la posibilidad de embestirla con más fuerza, de quebrar la madera, pero la descartó de inmediato. Era de esas cosas que hacía la gente en las series policiacas de la televisión, no en la vida real, y no tenía autorización para estar allí. Además, las probabilidades de encontrar un lingote de oro y un par de Van Goghs en la pared eran bastante remotas.

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