Madrugada

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Cielo y Simona caminaron entre la oscuridad de la noche por las calles de Valparaíso. Entre la densidad de la neblina marina se oían cantos de borrachos y las cálidas voces de las prostitutas. Las luces del carro de policía y la parpadeante luz del alumbrado público creaban un escenario puramente urbano, pero sucio. La calle no era amigable.

Simona  había dejado de llorar y su rostro se mimetizaba con la vida nocturna de la ciudad. Luego, se volvió inexpresiva y vaga, como si todos sus sentidos estuvieran bloqueados por todo lo que había acabado de suceder. En la mente de la muchacha se repetía una y otra vez la escena en donde Damian se detiene frente a la puerta y la cierra.

No sabía cómo interpretar lo sucedido.

Cielo la llevó a su departamento, muy típico porteño. Era antiguo, como si fuese de hace un siglo atrás y, en realidad, el departamento tenía como cien años aproximadamente. Sus ventanas eran todas de cuadrículas, el piso era de madera y las paredes de yeso. Era bonito, muy vintage.

-¿Quieres un tecito, amiga?- pregunta Cielo.

-Bueno- responde inexpresiva y como por costumbre.

- Te lo daré con azúcar, para que te suba el ánimo- dice Cielo.

Simona bebe el té. Cielo prende el televisor: están dando la repetición de una novela. Ninguna dice palabra alguna. Están cansadas, habían caminado mucho.

Luego, se van a la cama juntas. Duermen en ropa interior y Simona aprecia el cuerpo de Cielo: su celulitis y estrías, su piel con tatuajes; las mismas huellas que ella tiene en su cuerpo y, que por cierto, considera hermosas. Le agradaba ver el cuerpo semi-desnudo de su amiga, amaba esa intimidad, esa complicidad femenina. Se abrazaron en la cama y Cielo besa la frente de Simona, diciéndole:

- Todo estará bien, bonita, recuérdalo. Buenas noches.

 Buenas noches

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