Capítulo 9

1.1K 48 24
                                    

Julia apagó el despertador al primer pitido. Llevaba ya una hora despierta, dando vueltas en su cama. Deshaciendola. Enredándose en las sábanas, como si ellas pudieran retenerla, casi como si pudieran sostenerla de una caída que inevitablemente estaba a punto de suceder.

Se levantó, por obligación y no por gusto y se arrastró hasta la ducha. Abrió el grifo y dejó correr el agua hasta que empezó a salir el vapor que empañó por completo el espejo del baño. Se metió bajo el agua. Quemaba. Pero más quemaban los pensamientos en su mente. La piel de Julia ya no era de ese color canela tan característico. Ahora era roja, un rojo intenso un rojo de dolor. Pero se sentía bien, el dolor la hacía sentir bien. Porque era así como debía sentirse, era ese el precio que debía pagar por su calma.  El calor se le hizo insoportable, como también lo hacía el murmullo incesante en su cabeza. La voz de la conciencia diciéndole lo que estaba bien y lo que estaba mal. Ya no sabía, no comprendía dónde estaban los baremos del bien y el mal y tampoco quería hacerlo. Se había perdido y no le preocupaba no encontrarse.

Cerró la ducha y aunque sobre las cristalinas gotas de agua se resbalaba también la suciedad  de su cuerpo ninguno de los pensamientos de Julia se había desprendido de ella.

Se vistió y se preparó para lo que Julia creía que sería otra dura jornada de trabajo.

Solo eran las seis de la mañana pero Julia ya estaba camino a la oficina. Caminaba en silencio, cabizbaja, presa de sus propios pensamientos.

Aceleró el paso, como si eso fuera a dejarlos atrás.

Al entrar al despacho, vacío, como cada mañana, Julia aprovechó para sentarse en el asiento de Carlos y ponerse a trabajar.

Trabajaba sin descanso alguno, obligándose a ella y a su mente a no pensar, a no torturarse más.

Hasta que llegaron las diez de la mañana, la hora en la que Carlos hacía su entrada triunfal en la oficina.

Y ahí estaba, tan puntual como siempre.

—Buenos días.—Dijo Carlos nada más entrar y verla allí.

Julia se levantó de su asiento como si el estar allí sentada fuera una ofensa.

—Buenos días.—Murmuró Julia con la mirada gacha sin alzarla a mirar a Carlos. No podía, no debía.

Julia salió del despacho, como alma que lleva el diablo y se dirigió a la cuarta planta.

Aquel era su refugio. La cuarta planta. La planta del café.

En aquél piso había una redacción y no solo disponían de la maquina de café que en su piso faltaba sino que además servían los mejores aperitivos que Julia había probado nunca.

En aquel lugar Julia estaba a salvo de las miradas de Carlos, de sus insinuaciones y sus indirectas.

¿Cuándo había dejado que todo aquello la afectara tanto?
Su plan era estúpido e inmaduro, lo sabía pero era lo único que a Julia se le había ocurrido para poner fin a aquella ridícula situación.

Un sorbo de café. Eso le calmaba los nervios aunque no ahuyentara sus demonios.

Porque los demonios siempre vuelven.

—¿Se puede saber por qué me evitas?—Julia cerró los ojos. Esa voz. Esa voz de nuevo que no se iba. Casi juraba que la voz de su conciencia era idéntica a esa.

—Yo no te evito.—Dijo Julia sin darse la vuelta agarrando fuerte su vaso ardiente.

—Julia...—Escucharle pronunciar su nombre de aquella manera tan provocativa despertaba en Julia instintos que ni ella sabía que poseía.—Vienes a las seis de la mañana, trabajas hasta que llego yo y cuando lo hago te vas como si tuviera la peste.—Continuó diciendo Carlos de una manera tranquila y pausada.—Podrías, por lo menos, mirarme.—¿Mirarte? Pensó Julia. Aquella era la maldita razón por la que Julia se había perdido. Se había perdido en la verdad de sus ojos. Julia no se giró, ni siquiera se movía. Le escuchó acercarse. Rezó porque no la tocara. Pero lo hizo. Con su mano rozó su brazo y la deslizó lentamente como una caricia sobre su piel, erizando el vello a su paso, hasta que llegó a su mano y tiró de ella obligándola a girarse, a mirarla.—¿Es por lo del otro día?—Susurró Carlos.

Cien maneras de mirarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora