Capítulo 13

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Podía sentir aquellos ojos marrones fijos en los suyos y aunque su mirada no la incomodaba, definitivamente no era la que quería sobre ella en ese momento. No supo por qué había arrastrado a Ignacio a aquel bar, pero tenía que ver con la incontenible rabia que había sentido al ver la forma en la que Maximiliano abrazaba a su amiga. Sabía que no tenía razón alguna para estar así, pero no era capaz de medirse cuando él estaba involucrado. La enojaba no ser capaz de controlar sus reacciones. ¿Qué tenía ese hombre que despertaba en ella emociones tan intensas?

Necesitaba distraerse y dejar de pensar, aunque fuese por un minuto y nadie mejor que Ignacio para eso. Si había algo que lo caracterizaba, era su sentido del humor y sus ocurrencias y, a juzgar por el comportamiento que venía mostrando en el último tiempo, parecía que también tenía un lado empático y comprensivo. Durante todo el rato, soportó su mal humor y la escuchó con paciencia quejarse de los hombres y su actitud ante las relaciones. Contrario a lo que hubiese esperado, no intentó justificarlos o siquiera contradecirla. Simplemente, la dejó descargarse y luego intentó animarla.

Cuando sintió que el cansancio comenzaba a vencerla —y el alcohol a afectarla—, decidió que había llegado el momento de irse. Como habían llegado en su auto, lo alcanzaría hasta su departamento y luego seguiría su camino. Sabía que le pediría de quedarse y, para ser honesta, lo estaba considerando. En verdad necesitaba una noche de sexo alocado que la hiciera olvidarse de todo y sabía muy bien que él podría dársela. ¿Por qué entonces no lo sentía correcto? ¿Por qué cuando evocaba el momento justo en el que explotaba en mil pedazos a causa de una irrefrenable pasión, no era Ignacio a quien imaginaba a su lado? ¡Dios, era una completa idiota! Sí, no había otra explicación para lo que fuese que le estuviese pasando.

Detuvo el auto al llegar a destino y giró el rostro hacia él a la espera de su invitación. No obstante, Ignacio no dijo nada. Se limitó a mirarla con expresión seria en el rostro —algo atípico en él—, y con una ternura que le desconocía, le acarició el cabello.

—Me encantaría pedirte que entres conmigo —le dijo en un susurro—. No hay nada que desee más que volver a tenerte en mi cama, pero quiero que sepas que escuché cada palabra que dijiste esta noche y si lo que querés es ir despacio, entonces eso haremos. No tengo prisa, muñeca.

Valeria se sorprendió ante su comentario. Sin duda no esperaba que le dijese algo así y aunque era consciente de que los hombres son capaces de cualquier cosa para conseguir lo que en verdad desean, de algún modo, le gustó oírlo. De repente, lo vio inclinarse hacia ella. Sabía lo que haría y decidió permitírselo. Se estremeció al sentir el calor de sus labios sobre los suyos y la humedad de su lengua cuando esta se abrió paso entre los mismos.

Advirtió la extrema dulzura y suavidad con la que la besaba, como si tuviese miedo de romperla, y una vez más, pensó en dejarlo avanzar. Pero de pronto, con una nitidez que logró impresionarla, volvió a evocar sus ojos. No eran marrones sino celestes, profundos, infinitos. Estaban fijos en ella mientras que, por su frente, un paño húmedo acariciaba su piel refrescándola y aliviando el malestar que la aquejaba. Entonces, ya no fue capaz de continuar. No eran sus ojos, sus manos, mucho menos sus labios, los que deseaba sentir en ese momento.

Interrumpiendo el beso de forma abrupta, se apartó de él y bajó la mirada. Se sintió agradecida de que no le preguntara nada y se limitó a asentir cuando lo oyó decirle que la llamaría. Se marchó nada más verlo bajar del auto conteniendo las repentinas ganas de llorar que la invadieron. No lo haría. No lloraría por alguien que ni siquiera pensaba en ella.

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