-¿Cuánto tiempo más tengo que seguir fingiendo que no sé que me estás mirando?- Veo media sonrisa, porque sigue de perfil, pero su hoyuelo está presente y no sé si mi corazón se encoge por la vergüenza o por costumbre.
-Nada- respondo casi sin hacer contacto visual con él. –No estaba mirándote-
-Oh, claro que lo estabas haciendo- Él me echa una rápida mirada pero vuelve a fijarla en la carretera. Yo sigo mirándole. Y lo sigo haciendo después de cinco minutos, y de seis, incluso de siete: cuando hemos doblado la esquina de mi calle y yo le señalo la gran puerta del garaje y una considerablemente más pequeña. Aunque casi me equivoco al señalar, quizás estoy demasiado perdida en él, quizás no.
El coche se detiene y me obligo a pensar que este es mi turno para bajarme, pero no quiero. No quiero correr bajo la lluvia por todo el camino de baldosas blancas hasta la puerta, no quiero llegar y ser golpeada con una tanda de preguntas sobre el tipo de sangre y DNI del chico que me traído, pero seguramente lo que de verdad no quiero es estar a más de un metro de él.
-Podríamos pasarnos la tarde entera así, es entretenido mirarte cuando tienes esa cara de preocupación, pero ¿sabes que es más divertido? Asistir a fiestas tan increíbles como la de esta noche. Así que mueve ese mojado culo del asiento y paséalo hasta tu casa. Seré muy amable de observarlo mientras regresas a tu cueva.- añade con una sonrisa pícara y un guiño.
Me deja sin palabras durante cuatro segundos y medio y cuando por fin consigo decir algo, no suena tan bien como lo hacía en mi cabeza: “Que sepas que voy a llevar el vestido más largo y feo que hayas visto en toda tu vida, y voy a decir que soy tu amiga y que tú me invitaste. Ojalá pases vergüenza.”
-Guay- dice él.
-Vale- añado yo, dando un portazo y corriendo bajo la fría lluvia hasta el porche. Observo como su lujoso coche da un acelerón y cambia de sentido, que creído.
Cuando cruzo el lumbral de la puerta me sacudo como un perro, y me pregunto si desde fuera se verá como si estuviera dándome un ataque. Pero no, oye, todo el mundo tiene derecho a sacar su lado más animal en algún momento. O sino decídselo a Jake, que está sentado en el taburete de la cocina comiendo costillas como si le fuera la vida en ello, con las manos y la boca decoradas con salsa.
-¡Jake!- grito, y mi voz sale un poco más grave de lo normal a causa de mi enfado. –Yo he tenido que venir caminando bajo esta gigantesca tormenta, sin paraguas, y con una inútil chaqueta que no sirve de nada mientras tú…? ¡Oggggggghh! – musito mientras me llevo las manos a la cabeza en forma de desesperación y me tiro de cada uno de los mechones de mi pelo, hasta que el enfado consigue que me ponga de color rojo. Él tira sus restos de carne al plato y me mira de arriba abajo, con los ojos muy abiertos por la sorpresa y una mano cubriendo su boca.
Voy a atizarle de un momento a otro si no me da una explicación lógica en los próximos cinco segundos. Él se levanta de su silla mientras dice “Lo siento lo siento lo siento” Y yo no soy capaz de pensar en eso, en mi cabeza ya hay preparadas trece formas distintas de arrojar su cadáver al estanque del río más cercano. A lo mejor si le arranco la cabeza mi madre lo sobrellevaría mejor.
-Te odio, un poco- consigo decir entre dos estornudos. Jake tiene el ceño fruncido y puedo notar su preocupación, pero sacudo la mano delante de su cara y le indico que me deje en paz antes de que mi enfado ocupe una mayor parte en mi cerebro y haga volar mi puño.