Esperanza

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En algún punto deslicé de la silla y caí al suelo. No era el mejor lugar para estar, en medio de la nada, a horas de la madrugada, con el frescor de la noche acariciando mi helada frente.

Pasos resonaron a mi alrededor, llegaron a mi como si mis oídos se encontraran bajo el agua, inútiles para diferenciar poco más que un par de detalles vacíos.

—Esta es nuestra noche de suerte, Andru—susurró una voz.

—Cybran, no hables así, no sabemos si de verdad está muerta, puede ser una treta, no podemos esperar nada bueno de una guardia de la frontera, mira su armadura.

Quise indicarles que ambos habían sido lo suficientemente idiotas como para decir sus nombres, pero la situación no era la mejor para hacerlo. Planeaban hacer algo conmigo ¿Secuestrarme? ¿Matarme?

—Por suerte no pagamos esa prostituta de mierda en la posada.

Eso lo explicaba todo. Traté de levantar una mano, al menos moverme lo suficiente como para desenvainar mi espada. No era mucho, pero hombres como ellos podían asustarse con facilidad, especialmente si veían un arma ser apuntada en su dirección por una guerrera.

Mis esfuerzos fueron en vano, no podía mover ninguna extremidad, estaba atrapada en un cuerpo completamente inútil, drenado de toda vida. Si era así, quería morir antes que siquiera empezaran a llevar a cabo tan vil acto, si al menos pudiera tragar las bayas, si mis manos me obedecieran lo suficiente para hacerlo, me daría por bien servida. Una muerte de ese tipo era considerada honorable, valiente. No quería morir desnuda y vejada en algún paraje de Lerei. Había escapado a ese destino convirtiéndome en una feroz guerrera, porque en Lerei las leyes de la Ciudad Central nunca eran ejercidas del todo, especialmente en el pasado, cuando el ejército de la frontera apenas se había conformado y a nadie le importaba demasiado la suerte de un puñado de pueblerinos viviendo en tierras yermas.

—Veamos su rostro al menos, no quiero follarme alguna mujer encapuchada.

—Eres un maldito pervertido.

Una mano rasposa y apestosa tiró del pañuelo de mi rostro. El fresco nocturno besó mi rostro.

—Maldita sea, es la comandante—siseó uno de ellos.

—Entonces lo haré con mucho gusto, esta maldita decapitó a mi hermano y nos tiene a todos sometidos, esta es la oportunidad de enviar un mensaje claro a esas salvajes. No nos someterán con sus leyes absurdas, cuando vean a su comandante vejada en el camino principal recibirán su merecido.

—Estás loco, darán con nosotros, además—otra mano se posó sobre mi rostro—. Está helada, casi muerta, déjala aquí, morirá sola en la intemperie, adiós a cualquier heroica muerte que puedan utilizar de propaganda.

—Tonterías, nada entrega un mensaje más claro que dejar su cuerpo desnudo y marcado con la esencia de un hombre, eso que ellas odian tanto.

Feroces manos apartaron la cota de malla que descansaba sobre mis muslos, tanteando, toqueteando más de lo que deberían para encontrar el cinturón que lo ajustaba a mis caderas.

Quería gritar, quería sacar la daga que descansaba en mi bota y apuñalarlos hasta que suplicaran por su muerte. Si salía de esta situación viva iba a darles caza e impartirles el castigo que merecían. Desollaría sus espaldas y los liberaría en el bosque para que los devoraran las bestias.

Pero cualquier venganza sería imposible si moría, si era vejada y utilizada como un asqueroso y perturbador mensaje para mis guerreras.

—¡¿Qué creen que hacen en mi propiedad?!

Una cálida luz iluminó la rojiza oscuridad de mis párpados. El sonido afilado de una espada al ser desenvainada atrajo mi atención y mis esperanzas.

Deber y TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora