La calma absoluta es una deliciosa utopía, una meta a alcanzar cuando tu vida es un torbellino de emociones, peligros y estratagemas para sabotear tu arduo trabajo. Pero como si fuera una paradoja, cuando alcanzas tal calma, es imposible mantenerte en paz, sientes que algo ocurrirá en cualquier momento, sientes que las catástrofes acechan a la vuelta de la esquina, dispuestas a saltar sobre ti y devorarte.
La comitiva real había partido hacía tres días con la reina y Senka en el centro. Se dirigían a los otros puestos de la frontera, aquellos ya protegidos por la muralla. Sin las aspirantes a senadoras y sin la reina por aquí, todo podía regresar a la normalidad, podría dedicarme a investigar los sobornos a nuestros campesinos.
—Esto es una mierda —protestó Cyrenne alzando levemente una espada de entrenamiento de madera—. No puedo levantar una espada de juguete.
—Apenas llevas un par de días de tratamiento y descanso. Eres afortunada por conservar tu pie intacto. —Señalé su pie herido, la piel mostraba una maraña de colores que iban desde morado profundo a un amarillo casi imperceptible—. Tus brazos soportaron mucha presión, así que por un tiempo no podrás levantar una espada.
—O ayudarte con el estúpido papeleo. —Señaló la mesilla de madera que utilizaba para escribir en la cama. No parecía querer escucharme.
Me encontraba semi-sentada al lado de Cyrenne en su cama de la enfermería. Era un descanso que necesitaba y por el momento, solo necesitaba redactar las peticiones de voluntarias a las respectivas Palestras de las ciudades. Las comandantes harían el resto, ellas convencerían a sus reclutas para que aceptaran venir a este infierno sobre la tierra.
—Si estuviera bien podría hacer ese estúpido papeleo y tú estarías decapitado traidores —continuó Cyrenne con furia contenida, era la impotencia de una guerrera habituada al combate y al movimiento, la rabia de quien solo tocaba una cama para dormir lo necesario y divertirse.
—Debes tener paciencia —suspiré al firmar el último pergamino—. Eres una gran guerrera, te recuperarás pronto.
Cyrenne bufó y trató de levantar de nuevo aquella espada. Era inútil tratar de razonar con ella. La desesperación la consumía a cada instante que pasaba confinada.
—Incluso pude haberlos hecho hablar antes —dijo refiriéndose a los guerreros que habíamos capturado—. Sé lo mucho que odias torturar prisioneros.
—Vamos, es mi deber después de todo. —Froté mi rostro agotada—. Fue terrible, debo admitirlo. He ordenado que atiendan sus heridas y los mantengan encerrados, nunca sabemos qué información valiosa pueden tener.
—Y esas horribles arpías —continuó Cyrenne—. No les habría permitido que te hablaran así.
—Creo que lo habrías empeorado. —Me acosté de lado—. Eres de familia noble y eres mi segunda, algo inconcebible para esas brujas.
—No ha existido mejor comandante en estas tierras. —Tomó mi mano y entrelazó nuestros dedos—. Deberías declararme no apta y buscar otra segunda, solo te retrasaré. —Bajó la mirada y apretó mi mano.
—No empieces, Cyrenne, tú eres mi segunda, así te falten partes. —Acaricié el vendaje que cubría la lesión de su ojo—. Mientras te recuperas, Anthea ocupará tu puesto.
Cyrenne soltó mi mano y suspiró. La intranquilidad gobernaba su vida y era imposible que se tomara las cosas con calma. Pero esta vez, su cuerpo se lo exigía.
Cerré los ojos unos instantes, al menos, eso fue lo que me dije. Cuando volví a abrirlos me encontré con la mirada enternecida de Anthea y el sol en el occidente, cayendo inexorablemente hacia el suelo. Las sombras de las camas de la enfermería se alargaban y la suave brisa refrescaba el ambiente, cargado por el sol ardiente de la tarde.
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Deber y Traición
Ficción GeneralAnteia, comandante del ejército de la frontera, enfrenta a una lucha desigual. Debe proteger con su vida al reino, mientras su corazón muere por amor. ...