A salvo

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Cyrenne trataba de disimular, pero noté que estaba desesperada por visitar la enfermería. Por supuesto, no lo hacía por la presencia de Eneth y el deber que debíamos cumplir. Contar el oro y repartirlo era una acción de vida o muerte. Debíamos tenerlo listo pronto, aun así, permitirle a Cyrenne un pequeño alivio no estaba de más.

—Ve a revisar —susurré.

—No sé de qué hablas.

—Estuviste en el campamento todo este tiempo y no te diste ni un instante para comprobar que estuviera viva. Ve, tómate unos minutos.

Mi segunda dio una mirada altiva a Eneth, como si la retara a responder u opinar, la capitana solo levantó una ceja, pero mantuvo sabio silencio. Cyrenne tomó esto como la señal para correr a toda prisa a la enfermería.

—¿Qué le ocurre? —bufó Eneth.

—No es mi vida para hablar sobre ella —respondí.

Nos dirigimos a mi oficina, llamé a Anthea para que nos apoyara en la repartición de las monedas. Era demasiado oro, verlo en los sacos y alforjas era como mirar una montaña por cincelar con solo un pequeño martillo. Luego de un suspiro colectivo, nos pusimos manos a la obra. Cyrenne se reunió con nosotras a los pocos instantes, su rostro permanecía impasible, pero la ausencia de tensión en sus hombros me dijo todo lo que necesitaba saber: ella estaba viva.

Repartir monedas en bolsas de cuero era una tarea repetitiva y para mi sorpresa, extenuante. Comprobábamos dos y hasta tres veces que las cantidades depositadas en cada pequeño empaque y atábamos este el recorte correspondiente al recibo de su mercancía en Erasti. No había razones para discutir, pero estaba segura que algún aldeano inconforme nos encontraríamos en el momento de la entrega.

—Deberíamos descansar —dijo Cyrenne mientras ataba las bocas de las ultimas bolsas de cuero. Su mirada no paraba de perderse a través de la ventana, en dirección a la enfermería. Contuve una sonrisa, sabía que moría

—Debemos entregar esto —repuso Eneth—. La comandante tiene razón, debemos apaciguar al pueblo, han sufrido algunas pérdidas y verse atacados mientras ella no estaba aquí minará su confianza en ella.

Froté mis ojos y noté que aún tenía el rostro manchado con la sangre y el lodo de la batalla. Mi piel se sentía pesada, asfixiada. No había tiempo para cuidados ni para lavarse, había que entregar el oro.

—Organiza a las guerreras, Anthea, quiero que un pequeño contingente nos escolte al pueblo, entregaremos el oro en las manos de sus respectivos dueños y con suerte, regresaremos para descansar antes de la Ceremonia.

Anthea se levantó de su mesa, había terminado ya su propia montaña de bolsas de cuero y había estado sumida en una duermevela intranquila con la nuca apoyada sobre la parte superior del respaldar de su silla. Con paso veloz abandonó mi despacho y pude escucharla ladrar un par de órdenes a las guerreras que encontraba en su camino.

—Debemos irnos —suspiré mientras estiraba mis brazos. Cyrenne había asumido el trabajo de buscar algunas alforjas. Regresó en instantes y empezó a guardar las bolsas en su interior.

—Supongo que en este punto nos separamos —dijo Eneth—. No quiero estar demasiado tiempo alejada de mi propio campamento.

—Tus guerreras están agotadas, Eneth. Déjalas pasar la noche y disfrutar del banquete. Lo merecen —mascullé y me crucé de brazos—. No me hagas convertirlo en una orden.

La guerrera rodó los ojos y se levantó con violencia de su silla. Levanté una ceja en su dirección. No tenía energías para discutir con ella, pero no iba a permitir que exigiera de más a sus guerreras.

Deber y TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora