Locura

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Dejé las monedas de Luthier en mis alforjas y me ayudé de un pequeño banco para subir a lomos de Huracán de un brinco. Hacía mucho que no montaba a pelo, era resbaladizo y peligroso, pero no tenía tiempo de ensillarlo y él era un caballo muy obediente, obedecería aún sin llevar las bridas y las riendas.

Mi brazo latía y protestaba, atravesado de lado a lado por un astil de flecha, no había tenido tiempo de atarlo con algún retazo de tela, tendría que soportar el movimiento contra mi carne hasta que lograra atrapar a nuestra tiradora.

Encontré dos pares de huellas de caballo en la calle donde se encontraba el edificio desde el cual había disparado. Maldije por lo bajo, debía llevar algo de ventaja a Anthea. Sacudí la cabeza, a mi fiel capitana nadie se le escapaba.

Miré la calle, todo estaba desierto, al parecer, la gente del pueblo había corrido a guarecerse ante una nueva muestra de violencia en el lugar. Bufé, no quería que Lerei se convirtiera de nuevo en un pueblo sin ley, donde el ejército defendía las vidas de los pueblerinos, pero también, ejercía un gobierno del terror. Ello fomentó la aparición de pequeños grupos armados que hacían de la vida tranquila un sueño casi imposible de alcanzar.

Seguí las huellas hasta salir del pueblo y perderme en las muchas arboledas que lo rodeaban. Si la tiradora había escogido huir por este lugar, debía de conocer muy bien la zona. Decidí dar un rodeo, esta arboleda en particular no sobrepasaba el centenar de árboles y era la preferida de los niños para jugar cuando salían de la escuela.

El indiscutible ruido del metal al chocar contra el metal erizó mi piel y contrajo mi estómago. Paso a paso me acerqué más y más al origen del violento sonido, y pronto, detrás de unos arbustos tupidos encontré a mi tercera y a nuestra tiradora enzarzadas en una violenta batalla. Sus caballos descansaban lejos, pastando como si nada ocurriera, mi sangre hirvió, el de la tiradora era un caballo de guerra, no solo por su porte, sino por lo impasible que permanecía ante el ruido y el caos que se suscitaba a metros de sus cuartos traseros. Otro caballo habría relinchado y huido dominado por el pavor.

Observé la batalla, cada golpe era más violento que el anterior y aunque Anthea tenía clara ventaja, la tiradora era demasiado pequeña y rápida para ella, luchaba para escapar y por su vida, alicientes mucho más poderosos que el simple deseo de atrapar a una traidora y hacerla pagar.

Pasé una pierna por encima del cuello de Huracán y bajé de un salto rápido. Desenvainé una de mis dagas y compartí una mirada con Anthea, quien empujó a la chica lejos de su cuerpo, dándole una apertura para que diera media vuelta y tratara de escapar. Así lo hizo, sabía que no podría ganar una batalla dos a uno. De cualquier forma, estaba perdida. Apunté bien y lancé mi daga.

La hoja describió una limpia trayectoria a través del aire, girando velozmente sobre sí misma para luego detenerse contra la clavícula desnuda de la chica, justo en el punto en el que el hombro daba paso al cuello y donde algunos petos, sobre todo los de las guerreras rasas, no cubrían del todo. La fugitiva gritó y no pudo contener el reflejo de sujetar la hoja. Sin embargo, no detuvo su carrera.

Arrojé otra daga y esta se clavó limpiamente en la parte inferior del muslo de la chica, justo encima su rodilla, lo que la derribó de forma definitiva. Anthea se apresuró a alcanzarla y pisoteó su mano izquierda para obligarla a soltar lo que empuñaba y que trataba de llevar a su boca con desesperación.

—Las bayas tienen una función mucho más noble que esta —espetó Anthea mientras ejercía tal presión con su bota que los dedos de la desdichada traidora crujieron. La chica gritó desesperada.

No detuve a Anthea, con un gesto le indiqué que mantuviera la presión. No iba a perder tiempo. Pateé la espada fuera de la diestra de la chica, un crujido me hizo saber que la traidora había perdido el uso ambas las manos.

Deber y TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora