Corazón de algodón

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Si una ventaja tiene la profunda oscuridad es el silencio infinito que en ella se puede encontrar. No existe nada más que ruido sordo alrededor y si este es considerado como el vacío, entonces ¿Puede acaso existir? El silencio existe en la nada, pero ¿Cómo puede existir en algo que no está ahí?

—Está murmurando de nuevo.

—Es normal, se llevó un golpe terrible.

—¿Estará bien? —una mano se posó con suavidad en mi antebrazo.

—Lleva ya dos días sin cambio alguno, las guerreras exigen la cabeza del rapaz.

—Es solo un niño.

—Mucho peor para él.

En la nada no existían problemas, no tenía preocupaciones, no tenía que tomar decisiones sobre la vida de un mocoso que apenas y había dejado los pañales.

—Siempre le he dicho que no olvide su casco, pero lo odia, prefiere arriesgarse a esto. Grandísima estúpida.

—Tú no puedes hablar, tienes el brazo hecho trizas y ayer te vi barrer el piso con una recluta.

—Estoy impotente, de alguna manera debo drenar energías.

—Ugh, eres tan repulsiva.

—Y tu tan melosa.

Aquella tonta discusión me traía de los nervios, si tan solo pudiera despertar y chocar las cabezas de ambas entre sí, me daría por bien servida. Lamentablemente, mi cuerpo se negaba a cooperar, era como si no encontrara qué parte de mi mente controlaba mis párpados, o el resto de mi cuerpo.

Algo en mi debió de apagarse, porque dejé de escuchar sus voces por un largo tiempo. Me quedé sola en la oscuridad y el vacío, flotando, preguntándome millones de cosas y a la vez, ninguna.

Una luz mortecina fue lo primero que vieron mis ojos cuando, por cuenta propia, mis parpados decidieron abrir. Mi cerebro parecía latir en el interior de mi cabeza, era insoportable y por primera vez, deseé tener a la mano alguno de los brebajes de Korina. Cerré de nuevo los ojos y les permití descansar de aquél débil, pero odioso estímulo.

Regresé de nuevo cuando inclinaban una taza de caldo en mis labios. Era una bebida muy especiada, tanto que reconocí el sabor de al menos diez hierbas medicinales. En ese momento mis ojos se negaban a abrirse, apenas podía tragar, pero era consciente de hacerlo.

—Ya ves, Kaira. Si fuera a morir no estaría tomando el caldo—explicó Ileana—. Es un reflejo, un gesto involuntario, si existe, quiere decir que la roca no dañó del todo su cabeza.

—Pero lleva ya tres días sin moverse.

—Solo debemos esperar—el caldo dejó de bajar por mi garganta. A continuación, sentí un paño húmedo rozar mis labios.

La mezcla de hierbas del caldo debió de robar mi energía, porque me vi de regreso en aquel cúmulo de deslumbrante oscuridad, fui aferrada de nuevo por sus brazos que, aunque suaves como el algodón, eran tan resistentes como el hierro ante mis intentos por escapar. Tal vez, era mi propio peso mi enemigo más mortal, o mi mente, sedienta de tranquilidad y descanso.

Por momentos me ganaba la desesperación. rasgaba mi garganta desde mi interior y cuando no era suficiente, lo hacía desde mi exterior, quería gritar por ayuda, pero hasta eso era imposible. No tenía ningún control, no podía siquiera evitar empapar las sábanas. El asco se arrastraba con frenesí debajo de mi piel, como un gusano cubierto de espinas y supurando babas. No podía soportarlo, no más, pero mi lucha era inútil, absolutamente fútil.

Justo cuando me había resignado, sentí como si un peso se hubiera levantado de mi cuerpo. Desde la punta de los dedos de mis pies hasta la coronilla, me sentí libre, fresca. Probé a mover un dedo, lo conseguí con relativa facilidad. A pesar de la pequeña victoria, no permití que la euforia nublara mis esfuerzos, paso a paso fui recuperando el control sobre mis manos.

Deber y TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora