Política y persecución

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El humo cubría casi todo el local, era un humo espeso, apesto y de color blanquecino. A pesar de sus efectos, pude ver como Cybran y Andru pegaban sus espaldas a la puerta y gemían de terror. Ambos llevaron sus manos a sus cinturas y sacaron de debajo de sus camisas sucias dos cuchillos de matarife, grandes, afilados. Sonreí, no tendría que inventar una excusa para su muerte.

Los dos atacaron a la vez, Andru con un golpe descendente y Cybran con un mandoble hacia la izquierda, detuve el primero con el escudo y el segundo lo desvié hacia abajo, Cybran perdió el equilibrio y aproveché para patearle el rostro. Cayó al suelo sujetando su nariz y parpadeando a toda prisa, pues de seguro las lágrimas lo enceguecían.

Andru volvió al ataque, esta vez con un mandoble, lo detuve con un giro de mi escudo y golpeé su muñeca con el mango de mi espada. Soltó el cuchillo al instante y pude disfrutar de su mirada de terror antes que mi espada terminara en su cuello, cercenando de lado a lado la piel. Borbotones de sangre salieron en cascada, unos corrían continuos sobre su pecho, otros salían disparados con los latidos frenéticos de su corazón. Cayó de rodillas y luego se desplomó por completo. La vida abandonó sus ojos y su último aliento inundó el aire de justicia.

Cybran miró a su compañero con los ojos desorbitados y solo pudo arrastrarse hacia atrás sobre sus nalgas y manos, el cuchillo aún lo tenía sujeto con firmeza en su puño, pero no se atrevía siquiera a levantarlo.

—¿Te importaría repetir lo que deseabas hacerme? —inquirí apuntando a su pecho con mi espada.

—Yo, yo no quería hacerle nada, todo fue idea de Andru—balbuceó.

—Pero no lo detuviste, o si eras demasiado cobarde para detenerlo, tampoco corriste a buscar ayuda—repuse—. Ahora eres tan cobarde que vas a morir sentado rogando por tu vida.

—Yo, yo me rindo y me someto a la justicia—dijo en voz alta. Algunas guerreras lo escucharon y me miraron con curiosidad. Rechiné los dientes. Tendría que someterlo a juicio y explicar ante todo el campamento lo que había ocurrido. Admitir que casi había sido víctima de una violación sería una vergüenza. Había quedado lo suficiente indefensa como para ser víctima de un hombre, yo, la comandante. Sacudí la cabeza, no, era algo que le podía ocurrir a cualquiera, no era un deshonor, solo mi posición y mi mente me engañaban y llevaban a creer lo contrario.

A mi alrededor las últimas brasas de la escaramuza se extinguían. Tenía la atención de casi todas las guerreras que me habían acompañado al bar y la de los hombres y mujeres cautivos que aún estaban conscientes.

—Este hombre y su compañero trataron de vejarme cuando caí de mi caballo luego de cumplir una misión en la frontera con Luthier—dije con voz fuerte y clara—. Su amigo no se rindió y me enfrentó. Él acaba de rendirse y someterse a nuestra justicia.

Casi como si respiraran a la vez, las guerreras contuvieron el aliento, algunas me miraron con incredulidad, otras apuntaron sus espadas con odio a Cybran.

—Déjenos matarlo aquí mismo, comandante, cada respiración suya es una afrenta a nuestro orgullo y a su honor—bufó una chica joven de la cohorte del año pasado.

—Está bien, no violaremos la ley. Atenlo y llévenlo con los demás al campamento.

Leitha se acercó a mí con cara de pocos amigos. Tenía el cabello hecho un desastre y el rostro manchado de hollín. Por suerte el fuego se había extinguido por completo.

—Quiero que el reino se encargue de los pagos por daños a mi local—exigió.

—Solo se ha chamuscado el suelo y has perdido algunas sillas y ventanas. Date por satisfecha que has salvado la libertad. Atiendes a traidores en tu local, aceptas que hombres ingresen aquí armados y no pides ayuda al ejército. Eres una cómplice más.

Deber y TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora