CAPÍTULO 28

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Enrique me lo advirtió y pude comprobarlo de primera mano: los viernes se notaba una agitación especial en el internado. Los alumnos seminternos contaban las horas para volver a su casa, en la mayoría de los casos con impaciencia, aunque tampoco faltaban los chicos que no querían volver a sus hogares. Hay muchos motivos para dejar a tus hijos en un internado y varios de ellos no son buenos. Algunas familias estaban visiblemente rotas.

Todos mis chicos, sin embargo, parecían entusiasmados con la idea de salir del colegio y regresar con sus padres durante el fin de semana. Fabio me sorprendió incluso programando un cronómetro en su reloj digital, para poder ver en todo momento cuánto tiempo le faltaba para irse.

También había, si sabías donde mirar, una atmósfera de tristeza. Aproximadamente cincuenta niños se quedaban en el internado y de esos yo tenía nueve. Para los del primer año aquello era especialmente duro. Y lo sería más después del primer mes. Un mes fuera de casa podía ser una pequeña aventura, como un campamento. Pero cuando el tiempo se alargaba, se veían obligados a tomar conciencia de que el colegio era su nuevo hogar. Y, debo decir, por el escaso tiempo que llevaba allí, que no era un hogar demasiado acogedor.

Mi objetivo aquel viernes, el primero que pasaba en aquel lugar, era no perder la calma, ante la desenfrenada hiperactividad de los que volvían a casa ni ante los probables brotes de mal humor de los que se quedaban. Creo que estaba haciendo un buen trabajo. No había perdido la calma cuando Javier y Alexander saltaron sobre varias camas, deshaciéndolas por completo. Tampoco me había enfadado cuando Damián les gritó por hacerlo, alegando que habían roto una de las normas que habíamos puesto en el cuarto. Había soportado dos o tres contestaciones salidas de tono por parte de Wilson y, en definitiva, no había perdido la paciencia con mis chicos en ningún momento. Por eso fue tan frustrante cuando lo hice con mis alumnos de Historia de último año.

Los chicos del último curso eran estudiantes mucho más centrados de lo que uno pudiera esperar en personas de diecisiete años. Darles clase era un lujo, la verdad. Era como coger a los mejores alumnos de varios colegios y juntarlos en una misma aula. Claro que se trataba exactamente de eso: estudiantes con altas calificaciones y/o méritos deportivos, acostumbrados a dar el cien por cien y a que se les exija el doble. Pero precisamente por eso eran un poco competitivos y ya me había empezado a dar cuenta de eso. Jacobo era el que podríamos identificar como el empollón del grupo. El que primero respondía a mis preguntas y casi siempre bien. Lucas, el hermano de Benjamín, no se quedaba muy atrás. Después estaban Adrián y Nelson, dos chicos muy inteligentes, pero con algo de mala leche, que si podían dejar mal a Jacobo lo hacían, aunque este no les daba muchas oportunidades.

- ¿Quién me puede decir en qué siglo comenzó la Guerra de Troya? - pregunté, sin dejar de hacer esquemas en la pizarra.

- Los expertos no se ponen de acuerdo – me respondió la voz de Jacobo. - Homero pudo fusionar varios relatos y hechos históricos en la Ilíada. Se suele fechar en torno al XII o el XIII a.C

- "Se suele fechar..." - repitió Nelson en tono de burla. Lo hizo en voz baja, pero yo tenía muy buen oído. Decidí ignorarle.

- Muy bien, Jacobo. ¿Alguno ha leído a Homero?

Varios alumnos levantaron la mano. Impresionante.

- Mi personaje favorito es Héctor – dijo Jacobo, con una sonrisa.

- "Mi personaje favorito es Héctor" - se mofó Nelson, en voz alta aquella vez. Algunos de sus compañeros se rieron y Jacobo agachó la cabeza, avergonzado.

- ¿Pasa algo, Nelson? - le interrogué.

- A nadie le importa cuál es su personaje favorito – protestó.

El ángel entre las rejasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora