CAPÍTULO 30

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Los domingos en el internado se respiraba relax en cada esquina. Había una misa breve por la mañana en una capillita para los que quisieran asistir. A pesar de que yo fui uno de los pocos en participar de la celebración, no pude evitar pensar en que era injusto que mi religión se viera beneficiada sobre la de los demás. Ese internado tenía estudiantes de todos los rincones del mundo y hacían publicidad de su multiculturalidad, pero, a la hora de la verdad, la capilla era el único lugar de culto. No era un internado religioso, así que había alumnos de todas las confesiones.

Cuando volví a mi dormitorio después de la ceremonia, algunos de mis chicos seguían durmiendo. La habitación se veía muy vacía con solo nueve de ellos y muy silenciosa.

- ¡Buenos días, Víctor! - me saludó Damián.

Le sonreí.

- Buenos días. ¿Dormiste bien?

Damián asintió y se estiró como un gatito.

- ¿Te vas a ir a tu casa?

Se suponía que el domingo era mi día libre y yo podía escoger si permanecer en el centro o irme y regresar el lunes por la mañana, pero no tenía a dónde ir. También se suponía que no tenía ninguna obligación que cumplir, y que un vigilante se encargaría de los niños, pero no podía desentenderme de ellos. Aquello era un trabajo para mí, pero no quería que sintieran que era solo un trabajo. Cuando eres profesor, no enseñas únicamente porque te pagan por hacerlo, sino porque asumes la responsabilidad de formar al grupo de alumnos que te es asignado. En muy poco tiempo esa responsabilidad se convierte en cariño. Si además de su profesor eres su guardián y pasas casi todo el día con ellos, adquieres también cierto compromiso. No puedes apagar un botón y olvidarte de ellos hasta el día siguiente. En cierta manera, te convertías en su familia.

- No. De hecho, había pensado que, si todo el mundo hace bien su cama y recoge su parte del cuarto, podíamos ver una película.

El internado no tenía televisiones, como parte de su política de controlar y limitar el acceso de los chicos a los aparatos electrónicos. Ni siquiera podían tener un teléfono móvil. Pero había una pequeña sala de cine en el piso de abajo.

Damián dio un saltito sobre la cama.

- ¿De verdad?

- ¿Peli? – se sumó Benjamín, que nos había escuchado.

- ¿Cuál? – preguntó Bosco enseguida.

- Lo dejaré a vuestra elección – sonreí. – Pero primero: ducharse, recoger la cama e ir a desayunar.

Fui a despertar a los que seguían dormidos y poco a poco se fueron a hacer lo que les había pedido.

El desayuno fue un poco caótico, porque no existía el orden de los demás días. Cada grupo bajaba cuando quería, según se despertaban los chicos, y en las mesas había jarras y bandejas a modo de autoservicio.

El fin de semana se notaba también en la mesa de los profesores, pues muchos habían salido, entre ellos el infame señor López. Tampoco estaban los profesores que no tenían dormitorios asignados, es decir, los que no eran guardianes.

- Buenos días – me saludó Enrique. - ¿Qué harás con tu día libre?

- Veré una película con los chicos. Y esta tarde, no lo sé. Tal vez lea un libro.

- Creo que no entendiste el concepto "día libre".

Me senté y me serví una taza de café.

- ¿Qué harás tú?

- Tengo que terminar los planes de entrenamiento para los chicos de alta cualificación.

- Tú no entendiste el concepto tampoco – se la devolví y él soltó una pequeña risa.

El ángel entre las rejasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora