❈ | Capítulo 8: El Equinoccio Primaveral | ❈

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—Necesito más centinelas para esta noche —la voz de la Guardiana resuena afuera de sus aposentos y sus tacones anuncian su cercanía—

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—Necesito más centinelas para esta noche —la voz de la Guardiana resuena afuera de sus aposentos y sus tacones anuncian su cercanía—. He recibido innumerables quejas de los mercaderes y vecinos del Semillero, y hoy persiste el último día de la florescencia. La primavera es quisquillosa y el júbilo de la verbena no debe ser interrumpido; el pueblo está demasiado asustado con el equinoccio...

Think Lebrancel suelta un suspiro audible cuando la luz mañanera calca mi silueta en la sombra de las gruesas cortinas. Su usual conjunto pinariego eclipsa la claridad naciente del equinoccio primaveral haciendo que el sedoso pelaje de las tiras de su peto, desfallecidas como una capa sobre sus pantalones de bordados plateados, irisen su eminencia. Su atención repara en el mortífero realce a mis espaldas. De inmediato, la voz del siervo se hace escuchar en el pasillo.

—¿Qué sucede, Madame? —interpela en alerta y preparado para proteger a la Guardiana.

—Casi olvido decirle... —disimula Madame Think y lo tranquiliza retornándole la mirada—: páguele a los peones un pétalo de esgroncelo —ordena—. Sería todo.

Los ojos de la Guardiana son esquirlas sobre el florero mientras cierra la puerta y corta el venenoso aroma que medra en la estancia.

—¿Qué haces aquí y cómo has pasado sobre los guardias? —asume con carente importancia y acechando las rosas con cada paso que da hacia el escritorio. Los gendarmes de oro no tenían avisos pendientes para ella.

—No he sido yo...

Think Lebrancel se tensa de cara a la amenaza de un papiro indefenso. Tiene un miedo que desdeña para que no la agobie, y que además se amalgama con repugnancia, y un enfado que desafía a las rosas.

Sus manos se convierten en ágiles garras y arruga los pergaminos que escudriña al azar en el dossier de sus cajones sin siquiera leerlos. Los echa de mala gana en una canasta de hierro con trozos de madera y con una cerilla los deflagra en fuego. Allí lanza la carta de amagos lacónicos. La mira consumirse en manchas negras. Luego atisba a las flores con intención y arroja también el recipiente de rubíes avivando las llamas.

El brillo de las piedras rojas parece derretirse y humedecerse al mismo tiempo. Los pétalos de las rosas se transforman en brasas y se endurecen como pedruscos silvestres. Hay que tener cuidado de aquellos que pagan con pétalos: los amantes obsequian flores, así se roban la pureza; y el enemigo desea la muerte con flores que arraigan de las cabezas.

—¿Qué haces aquí? Los guardias no me notificaron que tendría visitas —repite arrastrando su cabello hacia atrás, todavía abstraída.

—Pensé encontrarle anoche y me equivoqué. Los guardias abandonaron sus puestos porque hubo un festín en La Fosa... —Think Lebrancel cierra sus ojos reprimiendo un dolor de cabeza—. ¿Está bien? —inquiero, atisbando las llamas. Nuestro último encuentro resultó con el sabor de la traición en mi paladar y su severa sentencia.

Cánticos de InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora