❈ | Capítulo 4: Una Cosa Por Otra | ❈

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Temprano en el día, Anyalys Tizel se había marchado con una perversa corazonada y me pidió que no saliera del árbol porque el supuesto trasgo y la prematura lluvia de verano le causó desconfianza; de vez en cuando suele tener presentimientos basta...

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Temprano en el día, Anyalys Tizel se había marchado con una perversa corazonada y me pidió que no saliera del árbol porque el supuesto trasgo y la prematura lluvia de verano le causó desconfianza; de vez en cuando suele tener presentimientos bastante extraños. Sin embargo, antes de la caída del crepúsculo, recibo a alguien tan cómplice de las penumbras como aquel siervo nefasto.

Kistren irrumpe en mi morada y aplasta la llave descubierta. El muchacho, frustrado en la pasividad de su comportamiento, maldice a Katia en zigzagueos y de inmediato me acusa del conocimiento de un plan de la moza sólo para darse cuenta que, una vez nuestros ojos se cruzan, hoy no asistí a la academia. Él echa su enfado a un lado para cuestionarme y le doy la mentira que Any no se tragó. Su enojo con Katia a duras penas lo convence de ello y reanuda la acusación.

Al parecer, la respuesta de Lebrancel respecto a los rumores que escuchó Katia acerca de los barcos era el determinante del designio que se les escapó a nuestras amigas delante del muchacho; pero Any no me mencionó nada, incluso le explico que la pelirroja estuvo conmigo. Ambos sabemos que averiguar el paradero de Anyalys en la casa de los Tizel la perjudicará, y a Jefferson le extrañará que yo no sea participe de esa fiesta de almohadones de la cual el mayordomo de Katia le informó a Kistren cuando él fue a comprobar si la muchacha efectivamente había escapado. Las dos chicas le mintieron a sus respectivos tutores.

Entiendo la razón por la cual Kistren acude a verme. Sus contrariados ojos grises no quieren arrastrarme a esto y sé que su preocupación es Anyalys, Katia puede cuidarse por sí sola, de modo que accedo a acompañarlo en el viaje hacia las Calles del Este.

—Lo siento.

—No lo hagas —lo reprimo ocultando la llave dorada junto a mi nerviosismo—. Prefiero vivir el riesgo contigo a recibir malas noticias —jamás lo perdonaría si la situación sale de control y él resulta lastimado solo para no involucrarme. Tampoco es como si mi compañía marcara alguna diferencia respecto a su seguridad, pero no podría abandonarle en un lugar tan peligroso; debo cerciorar, al menos, que su regreso será indemne.

Cruzo la frontera del bosque ajustando mi ropas, asegurándome que mis brazos queden escondidos bajo la oscura tela de la caperuza, y meciendo el dije que siempre cuelga de mi cuello.

Nunca he salido de Horus y mi primera excursión apunta a tierras prohibidas. La capital de Astar es una ciudad menesterosa en atracciones. Gran porción es poblada por expansiones de arboleda y la otra la delimita los bulevares de las manzanas; es compartida por el Ministerio y la plaza del Semillero a la frontera con Zareph. Mis caminatas cotidianas no van más allá de los cimientos de la academia en la colina de Zareph –que son, también, a los confines del Bosque Sin Nombre con tal ciudad–, o el mercado apiñado en la plaza; por lo que, a diferencia del malhumorado Kistren, la expedición es una manifestación aventurada para mí y al mismo tiempo me distrae de la legión, del beso a la espada, y me restringe de soltarle palabra al pelinegro quien está indeciso sobre la travesía.

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