Capítulo XI | Troy Bennett

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Maldición.

Está ahí.

Con mucho enojo, agarro súbitamente las bolsas, miro con decepción a Holland y salgo de la cocina. Trato de mantener la calma para no golpearlo, ese idiota no debería estar aquí, ¿con qué cara lo hace?

Que se joda.

—Su orden —digo mirándolo fijamente, sin temor.

—Gracias, ten —agrega dándome una tarjeta bancaria, con lo que se supone que hará el pago.

Tras introducir la tarjeta en el aparato, le pido los datos al susodicho y, luego de esa tan incómoda transacción bancaria, le entrego de vuelta la tarjeta.

Finalmente, él aparta la vista de mí y abandona el local.


—¡Troy Bennett! —desgañita una voz femenina que logra aturdirme.

—¿Sí? —Observo con detalle a la profesora de diseño y desarrollo web.

—¡A la oficina del director! —me ordena, luce muy enfadada—. Estoy harta de llamarte la atención. —Señala la puerta con su mano.

—Pero...

—¿Pero? Abandone el salón, señor Bennett.

La miro con desagrado, por tanto tomo mi bolso y me levanto del asiento.

—Eso hago —agrego sarcástico.

No puedo creer que mis pensamientos estén en este estado.

Los pasillos de la universidad son tan temporales, tan diminutos, tanto como todo el lugar. Sin embargo, lo que más me duele es la soledad.

Son pasillos de universidad en horario de clases, claro que están solos.

Recuerdo cuando de pequeño asistía al parque con mi padre. Yo solía querer quedarme hasta el anochecer: ser un niño eternamente inocente. Juguetear por horas hasta cansarme; lo que nunca pasaba. También recuerdo que cuando anochecía y no me quería marchar, todo el alrededor era una amplia soledad. A esas horas, mi padre exigía que nos marcháramos, yo me resignaba. Pese a eso, cansado de insistir, él caminaba unos pasos, me hacía creer que se había ido. Dentro de mi infantil mente, yo inocentemente lo creía, lo sentía. Ese sentimiento me estrangula en estos momentos.

Ha pasado casi una semana.

Y duele como si fuera mil años.

Han pasado tantos minutos.

Y duelen como si fueran horas.

—Es mi culpa, lo sé —confieso, dejándome caer sobre la silla que está frente al escritorio del director.

Fugaz revelación | Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora