ESPECIAL ALEXANDER.

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El bosque era frío.

Las ramas de los pinos caían y se rompían al compás de su andar, crujiendo silenciosas bajo el ritmo de sus pasos. El fresco aire balanceaba las hojas de los árboles hasta acariciarle con sus puntas los alargados mechones y empaparle con la fragancia que la madre Naturaleza desprendía aquella mañana.

El bosque era silencioso.

El canto de las aves preparándose para emprender su vuelo predominaba en la atmósfera a su alrededor, los pichones llamando a sus madres a la espera de recibir alimento era un sonido apenas perceptible a la lejanía, tan frágiles e indefensos. Sus puntiagudas orejas seguían el trotar de aquellas criaturas corriendo a través del amanecer, con los últimos vestigios de la Luna guiando su camino.

Le gustaba estar ahí. Rodeándose de todo aquello que la madre Naturaleza tenía para ofrecerle, permitiéndole a su espíritu encontrar aquellos escasos y preciados momentos de serenidad que le resultaba imposible hallar en cualquier otro sitio.

La calma del bosque era tan diferente a lo que estaba acostumbrado, pareciendo algo casi irreal ante sus orbes. Se sentía como si, por un instante, algo dentro de él pudiera sentir que realmente pertenecía a ese lugar, a esa tranquilidad. Como si su alma pudiera resurgir de la oscuridad a la que había sido arrastrada y tomara un gran respiro de libertad.

Pero sabía que sólo era una fantasía absurda, una ilusión que había ido arrastrando durante años. Él nunca podría pertenecer a un lugar como ese.

Mientras el bosque era paz, él sólo recordaba haber sido destrucción y muerte. En ese silencio cubriéndolo, él había sido gritos de guerra y aullidos de dolor.

Él era batallas de las cuales había perdido la cuenta hace tiempo ya, cicatrices que quedarían plasmadas en su piel hasta después de su muerte, vidas de criaturas inocentes escapándose de sus manos, cuerpos de humanos apilándose bajo sus fauces.

Guerra.

La guerra lo había convertido en lo que era, pensaba. Había tomado a ese asustadizo cachorro oculto entre los cadáveres de sus padres y lo había tratado como si mereciera el más ruin de los castigos. Como si el hecho de ser el único sobreviviente de su familia lo hubiera condenado a un eterno sufrimiento.

La guerra lo había moldeado para la supervivencia a base de duras lecciones. Primero, llevándose a sus hermanas cuando él era demasiado pequeño para lograr defenderlas, tomando la vida de su padre frente a sus ojos más tarde y, finalmente, arrebatándole aquello que él más amaba. Su madre.

Dejándolo vagar sin rumbo durante años, demasiado debilitado para sobrevivir, pero tan asustado de que la muerte lo alcanzara también, hundido en su soledad y perdiéndose a sí mismo en el bosque que ahora recorría. La guerra le había arrebatado tanto, que era sorprendente que no se hubiese llevado su vida también.

Sólo era cuestión de tiempo, imaginaba.

Le gustaba el bosque, no porque fuera frío y silencioso, le gustaba porque era lo único que había permanecido intacto a pesar de la guerra.

Sin importar cuantas armas de los hombres destrozaran día a día sus robles y vegetación, o arrasaran con las vidas de las criaturas que ahí habitaban, o cuántas batallas con los lobos mancharan de un espeluznante color escarlata las hojas de sus pinos, incluso después de presenciar todos aquellos horrores, el bosque se mantenía tal y como lo recordaba.

Las raíces de aquellos robles albergaban en las profundidades de su memoria recuerdos que nunca podrían ser borrados. Esos mismos árboles lo habían visto derramar sus primeras lágrimas, le habían acompañado mientras lloraba por los cuerpos de su familia, lo habían visto matar sin piedad y derramar la sangre de aquellos que alguna vez sembraron terror en su alma.

Wolves. [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora