33. El amor más grande del planeta

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Narra Andrés

Mas me vale, más me vale. Me repito, pero nada parece funcionarme. Maldita niña malcriada, si por lo menos me dejaras hablar, mascullo mirando alrededor y la gente que pasa por mi lado seguramente pensará que estoy loco. En otro tiempo eso me importaría, lo que pensaran, lo que dirían de mí. En este tiempo y en este momento me importa una ve#%&a. Tampoco me puedo creer que me haya vuelto un mal hablado. Perdí mis modales de caballero, y supongo que ese es el precio de andar con la miel llamada, Camila.

Veo en frente de mí como se alza el centro comercial Santa Bárbara. Aún no llega navidad y ya cuelgan de sus techos, árboles y derivados los foquitos apagados de navidad, y eso que octubre no llega aún. Si los meses hablaran. Este sería el primero en quejarse. Porque con el tiempo Santa Claus tendrá una nueva identidad, será brujo.

Tomo otra lata del six pack de póker ―la cerveza que bebe Camila― que compré para ahogar esta berrionda pena. Aquí sentado en el borde de una de las palmeras que adornan la plaza me siento un miserable porque nada me funciona. Y la cerveza en lata, sólo es para ahogar la pena. Aflojo un poco mi corbata. Maldito, o bendito sol. Consumo la última y la echó en la caja. Observo las rosas casi marchitas que había comprado especialmente para ella, y que ahora son un desperdicio. Me levanto y las botó en la caneca. Ante todo, la cultura. Recojo el saco y con mi orgullo herido pido un taxi. No me iré en el carro, así que hago un convenio con el cuidador; pago porque el carro se quede hasta mañana que pueda recogerlo, tampoco estoy en condiciones de manejar. Necesito un baño para mear y una cama para dormir. Pero la idea de dormir sólo con mi pena, me descompone. Increíblemente, pido al taxista que me lleve hasta el café donde trabaja Cami, tengo la esperanza de que por lo menos me vea cuando salga y de la pena de verme así, me hable.

Pago la carrera y sin siquiera mirar el taxímetro le estiró al taxista un billete de veinte y le hago señas para que se quede con las vueltas. El buen conductor en respuesta me sonríe sacudiendo su cabeza con la infaltable alegría. Esa misma que no tengo y que estoy deseando alcanzar. Me echo el saco al hombro y me dirijo a la entrada del café, allí me topo precisamente con el costeño amigo de Cami. Él repara sobre la miseria de hombre en que me he convertido en estos días.

―¿Hombre, y tú que haces por aquí?

―Busco a Camila por enésima vez.

―Perdiste el viaje, Cami ya se fue.

―¿Ya salió? ―lo interrogo con persistencia.

―¿Como para que quieres saber?

―Para qué crees, necesito encontrarla para explicarle, hablar con ella... y... y que me escuche por fin. ―explico y él se echa a reír.

―Tengo payasos o que en la cara.

―No, pero pareces uno ―obvio se mofa de mí y yo le miro con ironía―. Pero bueno, sin duda eres la razón del porqué está de muy malas pulgas. Ya se lo he dicho, pero no hace caso.

―¡En serio!

―Hey ponte serio, no estoy de acuerdo con su actitud; pero si le hiciste algo malo voy a tener que darte una lección magistral de cómo tratar a una mujer.

¡Vaya!

―Esas clases te las recibo con todo el gusto del mundo, pero no hoy, después. Ahora necesito que me ayudes a encontrar una forma para contentarla.

El costeño me mira con recelo, y estoy seguro que su amenaza no iba en vano; sin embargo, parece aguantarse.

―Mira chucho...

―Que no soy chucho.

―Me vas a escuchar, ¿sí o no? ―espeta y yo abro mis manos en son de paz para que continúe―, si quieres contentar a mi Cami, te tengo una idea, y estoy seguro que le va a encantar ―añade y en este momento no estoy para poner reparos.

Latte amor✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora