Capítulo 6: El Baile y Cicerón.

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"Arribamos poco antes de la media noche. Nunca es sencillo vestirse formalmente, incluso en los viejos días del ejército. Camisola satinada blanca sin arruga alguna, chaleco, pantalón de ciudad y bota cuidada, levita y moño. Jamás había visto a un hombre usando tanto purpura como el conde Stewart. El joven hombre con su bigote finamente peinado y engomado con cera. Con el corsee bajo el abrigo, de pantalones finos y confeccionados personalmente por los mejores sastres londinenses. Usando bota portuguesa negra y un tricornio con plumajes de aves exóticas. Ese era el grado de extrañeza que el conde solía portar. Es gracioso, hasta hace medio año había matado a un hombre en Limerick por tener las mismas...aficiones que el conde. Y ahora servía como guardaespaldas de ellos. Y Dios sabía que el joven conde podía ser tan irritante como nadie más en esta tierra."

     El carruaje del conde con molduras talladas en los costados era un carruaje que competía en gran medida con el carruaje del mismísimo rey Guillermo; con afijes de delfines y unicornios esculpidos en los cuatro extremos del coche, demostraban el grado de riqueza que el hombre poseía o de la familia a la que servía. La carroza del conde se detuvo en el patio de armas. Y al instante se llevó a las miradas de todas las viejas chismosas, de todas las mujeres interesadas y los hombres petulantes.

     —Milord, recuerde a lo que ha venido. —Respondió Cicerón.

     —Lo sé, lo sé Sir, no tiene que estármelo recordando constantemente. —Respondió el conde Stewart. El joven conde se levantó, pero antes de salir, Cicerón le tomó por el brazo.

     —¿A que ha venido Milord? —le preguntó Cicerón nuevamente haciendo énfasis en sus palabras.

     —A buscar una esposa. —Respondió el conde con enfado en sus palabras.

     —Así es, una esposa, no viene a buscarse un gigolo, no viene a causar desidia, ni a esparcir chismes que destruyan la reputación de los demás invitados. Y tampoco trate de hacer enojar a todos los invitados. No podré defenderlo de todos ellos. —Respondió Cicerón.

      —Por favor Cicerón, deja de tratarme como un crio. —Respondió el muchacho y se arregló la camisola con holanes. De todas las camisas finas jamás confeccionadas, el conde pedía las más vistosas con bordados florales. Parecían el tipo de camisolas que usaban las damas de la corte, y la misma y difunta reina Elizabeth I. Cicerón bufó de decepción y descendió de la carroza, verificando que no hubiese peligro. Cuando todo estuvo seguro, el conde Stewart descendió. El joven conde al instante recibió todas las miradas de aquellos en el patio de armas. En las manos del conde, un bastón de ébano con una empuñadura de marfil.

     Los dos entonces llegaron hacia el vocero, el hombre quedó perplejo con la extravagante vestimenta del conde. Sabía que tenía que ser alguien importante pero no podía saber de quien se trataba tenía que ser alguien rico y excéntrico pero no un militar, no nunca alguien de familia militar.

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