Prólogo

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     Casi todos los niños tienen un amigo imaginario en la niñez. Es algo normal, algo natural. Mamá y papá siempre se molestaban porque invitaba al mio a las cenas familiares y a mis fiestas de cumpleaños. Dejando ese asiento disponible y obligando a que pusieran un plato de comida en su lugar. Defendía a ese maravilloso chico con los argumentos más lógicos que pudieran existir sin necesidad de sonar como una desquiciada.

     El que fuera tan unida a él y mi estabilidad emocional dependiera de su presencia, hacía enojar más a mis padres.

     Bruno. Ese era su nombre. Suspiro cada vez que pronuncio o pienso esas cinco letras.

     Nos conocimos cuando tenía cinco años. Mi abuela era la única que podía verlo al igual que yo. Lo describía con ojos azules, cabello negro como su esmalte favorito de uñas y piel blanca. Todos estos adjetivos calificativos los dijo aún cuando no podía describirlo con mis propias palabras. La abuela y yo teníamos una conexión especial. Llegué a pensar que leía mi mente.

     El último día en que la vi con vida, fue el último en el que vi a Bruno como mi amigo imaginario.

     Comencé una lista a los seis años en donde anotaba todos mis deseos. En cada uno repetía lo mismo:

     —Deseo a Bruno.

     Mi lista se dividía en cuatro categorías: número de deseo, fecha, hora y un pequeño espacio para marcar y saber que lo había pedido.

     Nunca vi respuestas a lo largo de los noventa y nueve deseos. Al cumplir los quince, lo dejé de necesitar. Sin importar eso, decidí tomar la decisión que marcaría mi vida en un par de años. Pedí el deseo número cien...

 

Deseo a BrunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora