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     —¿Puede ser este? —pregunta Ivan. En sus manos tiene un suéter de lana color verde.

     —No seas tonto —respondo entre risas—. A ninguna mujer le gustaría esto.

     Recorremos el resto de la tienda de ropa. No encontramos alguna prenda que sea de su agrado (o del mío). Una de las cosas que noté cuando conocí su casa, fueron las grandes macetas decorativas, las cuales combinaban con el color de las paredes.

     —Mi madre compra macetas decorativas cerca de aquí. A Mónica podría gustarle una más.

     —Eres extraordinaria Clea —halaga.

     Agradezco y nos subimos a su coche. El conduce y yo lo guio.

     —Llegamos —digo. Estaciona el coche para después salir.

     Ya adentro no podemos decidir entre alguna de los mil tipos que existen. Varían los colores, las formas y tamaños. Ivan no se decide por una así que decide llevarse tres. El cajero le agradece con un: «Vaya compra inteligente». Concuerdo con él. Ivan carecerá de buen gusto para la ropa de mujer pero no para escoger macetas.

     Tardamos cuatro horas en total. Por fin me trajo a casa. Estoy cansada pero feliz de que Ivan haya logrado su objetivo.

     —Gracias por todo, Clea.

     —No es nada, tú hiciste todo al final y fue una linda tarde.

     Se sonroja. El color rojizo en sus mejillas le da un aspecto tierno y resalta el color indefinido de sus ojos.

     —Bruno me dijo que él le regalaba relojes.

     —¿Enserio?

     —Sí —responde y se acomoda en el asiento para verme mejor—. Hay muchas cosas que me ha contado y que yo no recuerdo. Es lógico, tenía dos años.

     Doy un vistazo a mi casa desde la ventana del coche. La luz de una de las lámparas de mi habitación está encendida, así que Bruno se encuentra allí.

     —Entonces, ¿recuerda todo?

     —Sí... Bueno, no —se apresura a corregir.

     Suda. Ivan suda a causa del nerviosismo. Su cara dice: «Lo he arruinado». ¡Y claro que lo hizo!

     —Ivan...

     —Por favor, no lo mates.

     ¡Bruno recuerda todo! ¡Por Dios! Tanto tiempo creyendo que era la mentirosa, la mala del cuento y nunca fue así.

     —Nos vemos luego.

     Salgo del coche antes de escuchar una despedida por parte de él y cierro la puerta sin delicadeza.

      Corro hacia la casa y abro todas las puertas necesarias hasta llegar a la habitación. Mi corazón late más rápido, mi pulso es irregular y mi sangre parece fluir y no hacerlo a la vez.

     Bruno está sentado en el sofá, como la primera vez que lo vi en persona. Enciendo la luz para poder apreciarlo mejor.

     —¡Me engañaste! —grito haciéndolo levantar instantáneamente.

     —¿Qué?

     —¡Lo hiciste! —Aunque quiera, no puedo evitar dejar de seguir gritando—. ¡Lo recuerdas! ¡Recuerdas toda tu maldita vida!

     —Pensaba decírtelo...

     —Me juzgaste por ocultarte una cosa. Me hiciste trabajar diario para hacerte recordar aún sabiendo que eso me consumía lentamente y me prometiste que no ocultabas nada más.

     Estallo en lagrimas. La última vez que me sentí tan devastada fue cuando mi abuela murió.

     —¡Te entregué todo de mi! ¡Me hiciste confiar ciegamente en ti!

     —Clea, por favor. Sabía que si te lo decía a estas alturas te pondrías de esta manera.

     —¡¿Cómo querías que me sintiera!? —pregunto en un grito desesperado. Trato de controlar mi tono de voz pero es imposible—. Lloré muchos días porque me hiciste creer que yo era la maldita mentirosa. Perdí mi dignidad y me estabilidad emocional al tratar de pedirte perdón de mil y un maneras. ¿Eso te gustaba? ¿Verme casi de rodillas?

     —Tú también cometiste errores.

     —¡Lo admití y te pedí perdón!

     —¡No tiene comparación! —grita, una vez más, haciéndome sentir la culpable.

     —¡Por Dios, Bruno! —me volteo para dejar de mirarlo y sostengo mi cabello con frustración—. ¡Deseo que desaparezcas de mi vida!

     Todo se reduce a un silencio pacífico. No se escucha su voz o su agitada respiración. Volteo con la esperanza de verlo parado enfrente de mí, pero no.

     —¿Bruno? —pregunto asustada. Reviso mi reloj, recuerdo la fecha y repito mis palabras mentalmente. Todo concuerda, pedí el deseo número ciento uno.

     Reviso el armario. No está, tampoco su maleta. Sigo revisando todos los lugares posibles en la planta alta incluido el ático. Hago la revisión con torpeza y mucha desesperación goleando ciertas partes de mi cuerpo con las paredes y las puertas.

     —¡Bruno! —grito mientras bajo las escaleras—. ¡Bruno lo siento!

     La cocina está vacía. Kathe y Thomas están sentado en la sala viendo televisión pero al verme así deciden levantarse.

     Me dejo caer al suelo y lloro aún más. Mi madre se agacha y me abraza. Hacen preguntas las cuales no puedo escuchar, todo es silencio. Trato de verlos y controlar mi respiración para evitar un posible colapso pero no funciona.

     —Lo siento tanto —murmuro.




    

Deseo a BrunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora