4

256 30 6
                                    

Seguiré mañana primero Dios @Lupitamellark1 pronto se pondrá mejor.


Capítulo 4

Una hechicera, eso era ella.

Peeta estaba en las sombras junto a una de las columnas de la catedral y miraba sin ver el andamiaje bajo una de las vidrieras recién instalada.

Se sentía robado. Se sentía completamente expoliado.

¿Dónde estaba su dama, su brillante dama sin mácula, su prenda más amada, la que hacía soportable la sangre y el hastío de sus solitarios días? No le había pedido que estuviese con él. Jamás había pensado ser merecedor de tal honor, pero había estado a su altura: cuando se reían de él, cuando el deseo del cuerpo de una mujer lo ponía al borde de la desesperación, él había hecho lo imposible para llegar al nivel que ella había establecido con su propia perfección.

Había soñado con ella en el lecho y sobre el frío suelo; la había visto al lado de la Virgen en las iglesias. Hasta la había imaginado en compañía de Isabelle en el convento, rezando por su alma, las dos juntas, las dos tan iguales, con sus preciosos ojos azules, sus hermosas trenzas rubias y un rostro demasiado bello para pertenecer a una mujer terrenal...

Volvió la cabeza y apoyó la sien vendada en el pilar. El corte del cráneo le ardía. La mejilla le escocía pese al ungüento de Pierre.

La realidad de la princesa Katniss había sido como un jarro de agua fría que le hubiesen lanzado al rostro. Estaba indignado consigo mismo, pero reservaba su furia y su repugnancia más intensas para ella, la hechicera, que probablemente lo había embrujado con algún encantamiento. ¿De qué otra forma si no habría podido olvidarse de quién era ella en realidad?

La ramera del Maligno, eso era ella, agazapada como un sedoso tigre sobre el lecho, con su satánico cachorro acariciándola. Ahora ya no era capaz de ver imágenes de su belleza. Se habían borrado de su alma, barridas por la visión de una cabellera azabache y unos ojos del color de un crepúsculo celestial, con el tono profundo y extraño de las flores del infierno. Ahora los reconocía, pero no tenían aquella vivaz tonalidad oscura en su recuerdo, ni ella esa frialdad tan paralizante.

Ella se había reído. Todavía podía oír su carcajada, como un eco en el frío aire y la desnudez de la catedral, flotando sobre las interminables salmodias de los sacerdotes. Aquel sonido lo llevaba marcado a fuego. Cuando él había apuntado con la espada al cuello de su gallardo señor, quien pese a estar herido había continuado luchando, sin rendirse, sin atisbo de sumisión, ella se había echado a reír.

La vidriera resplandeció con la última luz del día y proyectó su color radiante sobre el suelo y las columnas, su sutil calidez sobre la creciente oscuridad. Desde el otro lado de los muros de la catedral llegaban hasta Peeta los débiles sonidos de una celebración. Unos cuantos caballeros entraron, se dirigieron a la nave central y se postraron de rodillas para purificarse a través de la plegaria; un joven llevaba horas de solitaria vigilia en la capilla de la Virgen María. Peeta permanecía al margen, y utilizaba el pilar como apoyo, ya que el almohadón para las rodillas le resultaba demasiado incómodo.

Fuera de las horas de servicio y del ejercicio en el patio, pasaba la mayor parte del día en capillas, catedrales o iglesias de uno u otro tipo. Al principio le había resultado lo más difícil de la vida caballeresca —era tan tedioso que a veces había estado a punto de ponerse a dar gritos de dolor—, pero después de trece años se había acostumbrado a los fríos espacios de piedra y a que sus rodillas no soportaran estar sobre un cojín durante horas. Ahora pasaba más tiempo de pie que arrodillado, para reservar sus huesos para el campo de batalla y la lucha, y limpiaba su alma de aquel pecado venial a través de la confesión regular. Y tampoco le imponían nunca una penitencia severa, ya que los sacerdotes se mostraban comprensivos con su problema.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora