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—¡Queremos los regalos de Año Nuevo!

El grito se elevó entre chillidos y risas mientras las damas de Burdeos se estiraban para alcanzar los premios que sus alegres torturadores agitaban tentadoramente por encima de sus cabezas. Las tocas se torcieron, los cintos se soltaron y los estiletes aparecieron con el revuelo. En medio de aquel remolino de sedas de colores y pieles, cada uno de los caballeros fue rindiéndose voluntariamente y entregó su obsequio de Año Nuevo por el precio de un beso.

Veintidós años habían transcurrido ya desde la primera Gran Mortandad, el Segundo Azote había sobrevenido hacía diez navidades, pero aunque los franceses los hostigaban desde las fronteras de Aquitania, y un nuevo brote de los temidos abcesos negros había acabado con la vida de la propia duquesa Blanca de Lancaster apenas el año anterior, tales pensamientos tenebrosos cayeron en el olvido cuando las trompetas sonaron con fuerza para anunciar la llegada de las viandas al salón, bajo fantásticas formas de naves y castillos, y de la figura de un ciervo de la que brotaba vino en vez de sangre cuando se arrancaba la flecha dorada clavada en su costado.

Una traviesa dama fue la primera en lanzar una cáscara de huevo rellena de agua perfumada a su señor, lo que provocó unas risas que hicieron vibrar las vigas talladas del techo; al instante, todos los hombres presentes empezaron a enjugarse olorosas gotas de las pestañas y a pedir entre risas otro beso para compensar sus sufrimientos. Un hambriento señor rompió la corteza de una enorme empanada y del interior salieron una docena de ranas que se pusieron a saltar sobre la mesa en medio de los brincos y chillidos de las mujeres. De otra de las empanadas emergió una bandada de cuerpos emplumados, aves que volaron hacia la luz y apagaron las velas mientras los presentes llenaban la oscuridad de gritos de gozo.

Juan de Gante, el duque de Lancaster en persona, estaba sentado con lánguida elegancia a la mesa principal de Ombriérc, y lo observaba todo con aire crítico cuando los timbales y las notas agudas de las ocarinas anunciaron la llegada del primer plato. A la derecha del duque, la princesa Katniss de Everdeen contemplaba el oscuro y ruidoso salón con fría indiferencia. Su halcón blanco, igualmente impávido, clavaba las garras cubiertas de plata en la percha de madera tallada y pintada. Las trompetas adornadas de banderines sonaron una vez más. Todas las velas y antorchas brillaron de nuevo al mismo tiempo, como por arte de magia, e iluminaron el salón y el estrado cuando unos criados de librea levantaron las teas en lo alto.

Lancaster sonrió y se inclinó hacia la princesa Katniss.

—¿Acaso no os agradan, mi señora, todo este regocijo y estos prodigios?

La dama le dirigió una fría mirada.

—¿Prodigios? —murmuró en tono aburrido—. Como mínimo, espero la aparición de un unicornio antes de los dulces.

Lancaster soltó una risilla y le rozó el hombro con el suyo al inclinarse para llenar de nuevo la copa de vino que ambos compartían.

—Eso es demasiado banal. Tenéis que plantearnos un reto mayor, princesa.

Katniss disimuló su fastidio. Lancaster estaba cortejándola. No aceptaría un desaire ni que intentase impedírselo. El duque se tomaba su frialdad como un desafío; su renuencia como mero devaneo.

—Entonces, señor, quiero que sea un unicornio verde —dijo con suavidad y, para irritación suya, el caballero se echó a reír sin disimulo.

—Pues verde será. —Hizo señas a un ayudante y se echó hacia atrás para hablar al oído al sirviente; después obsequió a Katniss con una sonrisa ladeada—. Antes de los postres, mi señora, tendréis vuestro unicornio verde.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora