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Lo primero que Katniss oyó fue el rugido de una voz y el tintineo de las anillas al deslizarse cuando las cortinas del lecho se abrieron de un tirón y una luz grisácea cayó sobre ella.

—¡Ramera malnacida!

Una monstruosa silueta negra destelló y algo salió disparado hacia ella. A través de las mantas, recibió un golpe en el cuello y los hombros.

Hubo otro destello. Katniss oyó un grito y aquello se lanzó sobre ella, pero de repente notó otro peso encima que se interponía entre ella y su asaltante. Un sonido como el de un hacha que al golpear un leño le atravesó la cabeza. El peso que la cubría se sacudió una vez y otra bajo una nueva acometida. A través de una nebulosa, se dio cuenta de que era Peeta quien estaba sobre ella, protegiéndola con su cuerpo mientras alguien le pegaba y los golpes arreciaban sobre su espalda desnuda.

—¡Está muerta! —rugió la voz—. ¡Apártate de la ramera, hijo de puta! ¡La he matado!

El cuerpo de Peeta vibraba con cada uno de los golpes, y se oía su respiración entrecortada y dificultosa. Pero no se apartó; le hacía de escudo y con el brazo le cubría el rostro mientras llovían los golpes sobre él y sobre el lecho, golpes ciegos que a veces caían sobre sus hombros y otras eran bajos y provocaban violentas sacudidas sobre las piernas de Katniss.

—¡Ya es bien entrada la mañana! —gritó con furia el atacante—. ¡Levántate, muchacho, o te vas a quedar sin piel! Esa cualquiera ha muerto; esa sucia ramera que tomaste por esposa. ¡Yo aniquilaré a sus bastardos hasta dejar limpio el nido! ¡Era indigna de ti! Arriba, que las espadas esperan. —De nuevo su arma cayó sobre él—. ¡Levántate! ¿Es que vas a quedarte con un cadáver ensangrentado? ¡Que te levantes!

Los golpes habían perdido algo de fuerza. Peeta se incorporó y levantó un brazo. Katniss vio a un hombre de barba gris junto al lecho, su espada de madera golpeó al caer la palma de la mano de Peeta, que sujetó el arma, la apartó y la arrancó de entre las manos de su asaltante.

Peeta rodó sobre la cama, se apartó de ella, descorrió las cortinas del lecho y se levantó mientras lanzaba la espada de madera por los aires. El arma fue a dar contra la puerta abierta y provocó un estruendo que reverberó en la escalera de caracol que había al otro lado.

—¡Deteneos! —Desnudo, con las piernas abiertas y la espalda enrojecida por los golpes, Peeta miró enfurecido al iracundo anciano—. ¡Aseguraos de que vuestra ofensa no llegue más lejos!

El hombre ni siquiera miró a Peeta.

—Fétida ramera, ¿todavía respiras? —Se acercó a Katniss, fuerte y grisáceo, su barba una mata enmarañada—. ¡Por Cristo que pronto te estrangularé!

Peeta pegó un salto para impedírselo, lo empujó hacia atrás y lo sujetó del pecho con el brazo.

—¡No, señor, cometéis una locura! ¡Hacedme caso!

—¡Que te haga caso! —El hombre se revolvió contra él, con tamaño y fuerza suficientes para, pese a su edad, apartar de él a Peeta; sin embargo, por mucho que luchó, no logró soltarse—. ¡Que te escuche, bribón, mientras ofendes la memoria de tu madre, que Dios tenga en su gloria! ¡Mientras corrompes el linaje de tu padre con sangre vulgar! —Lanzó un escupitajo en dirección a Katniss.

—¡Ya está bien! ¡Poned coto a vuestro error! —Peeta lo asió del hombro. Con un gruñido por el esfuerzo, obligó al hombre a arrodillarse—. ¡Inclinaos!

El hombre hizo esfuerzos denodados por ponerse en pie, pero Peeta lo mantuvo en su sitio.

—No tengo hijos —dijo con fiereza—. Y vos lo sabéis. Os lo he dicho muchas veces. Y ahora escuchadme. Isabelle está muerta desde hace muchos años. Esta gentil dama es la princesa Katniss, de Everdeen y Bowland. Y es mi esposa. Quiero que lo entendáis con claridad y que repitáis mis palabras, y os aseguro que os soltaré.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora