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Unas cadenitas de oro sujetas a las ligas sostenían las largas punteras enfangadas de las botas de Katniss. No estaban hechas para caminar; notaba cada guijarro y cada ramita a través de las suaves suelas, pero apenas era consciente de ello. Estar libre era demasiado hermoso.

No sentía miedo. No era una reacción muy racional, lo sabía; su caballero tenía la firme convicción de que había muchas cosas que producían alarma, pero esa era la actitud normal de todo protector que mereciese la pena. A Katniss le agradaba ir caminando al lado de él, sorteando montículos de hierba y apartando las ramas a un lado, recogiéndose las faldas para saltar sobre charcas y riachuelos pequeños. Pese a su vestimenta, sus movimientos no eran mucho más torpes que los de su armadura. Calculó que debía de pesar unos veinticinco kilos y que a la fuerza tenía que frenar su marcha y obligarlo a llevar un ritmo que ella no tenía dificultad alguna en igualar.

No hablaban entre ellos más que lo estrictamente necesario. Pese a que la caza pareció haber creado un momento pasajero de intimidad entre ellos, él la había herido con sus suspicacias. Imaginaba que no iba a encargarse de encontrarle esposa.

La malla de metal resonaba con un ritmo que se le incrustó en la mente durante aquellas horas de silenciosa marcha. Los cascos del caballo pasaron de dar con suavidad en el suelo a golpear con fuerza a medida que la marisma se convertía en tierra firme. La pradera dio paso a arboledas abiertas, grises y negras, de rectos abedules jóvenes que, como miles de columnas de una catedral, brotaban de un suelo extrañamente ondulante, cubierto de matas de espino y de verde hierba invernal.

—Campos labrados —dijo Peeta, rompiendo el silencio, y señaló con la mano cubierta por la malla los surcos y bordes que cubrían el terreno en enormes ondas, huellas fantasmales de arados, con abedules que crecían en los huecos y lomas.

—Virgen santa —dijo Katniss con voz tenue—. ¿Abandonados?

—Así es. Hace tal vez unos veinte años, a juzgar por el tamaño de los árboles.

—La Muerte.

—Sí, mi señora. Nunca fue un lugar muy poblado, creo. Las pocas almas que quedaron vivas... —Se encogió de hombros—. ¿Por qué iban a mantenerlos cuando podían encontrar una vida mejor al este, donde se necesitaban hombres para trabajar tierras menos dificultosas?

Katniss hizo un gesto de asentimiento. Eso mismo había sucedido por todas partes: las tierras poco productivas habían quedado desiertas cuando apenas había gente suficiente para labrar los terrenos más fértiles. Ella tenía nueve años en aquella época. Su madre había fallecido y Katniss y su hermano Richard, menor que ella, quedaron huérfanos. Su padre la lloró y no se casó de nuevo, ni volvió a sonreír con la misma alegría y, unos años más tarde, derramó lágrimas una vez más cuando Katniss partió hacia Italia, acompañada del rico séquito que el príncipe Ligurio le había enviado.

No había vuelto a ver a su padre desde entonces. Pero él no la había olvidado, como tampoco la había culpado de la muerte de Richard. En su testamento la había confirmado como heredera de Bowland. Era incapaz de recordar su rostro, se interponía la cara juvenil y alegre de Richard, de aquel Richard de sonrisas afectuosas y canciones para las damas. Durante los pocos meses que lo había tenido a su lado, Katniss se había deleitado con aquellas sonrisas. Lo había querido con tanta facilidad y conocido tan a fondo como si jamás se hubiesen separado.

Otra vida. Otros lugares.

Había tenido miedo. Siempre había sentido temor; cada minuto, cada hora de aquellos dieciocho años transcurridos desde que había abandonado el hogar.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora