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Se oían voces. Estaba en un enorme pozo de piedra cuya circunferencia se perdía en la oscuridad, entre ecos y sombras que se movían por la pared curva.

No tenía cuerpo. Podía ver y oír, pero las voces carecían de sentido. Todo había cambiado en un instante, y había pasado de la multitud, el colorido y la copa envenenada en su mano a la asfixiante muerte y a aquel lugar. Lo invadió un intenso terror. Estaba en el purgatorio, acechado por demonios. Había muerto sin confesión, sin recibir la absolución por haber matado a un hombre.

Uno de los demonios estaba contando. Era invisible, pero podía oír el repicar de sus garras conforme iba llevando la cuenta. «Doscientos cincuenta», dijo la voz con morbosa satisfacción.

¿Era aquella su condena? ¿Tantos años? El miedo lo ahogaba. Intentó hablar para rogar que Isabelle hubiese intercedido por su alma, pero no pudo, ya que no tenía lengua. Entonces recordó que no había habido oraciones. Isabelle estaba tan muerta como él, quemada en la hoguera por hereje.

En el pozo se oyó el eco de temibles murmullos, de chillidos y pasos, y después un enorme estrépito que resonó como un trueno a su alrededor. Percibió que alguien se acercaba a él entre chapoteos y sintió ganas de gritar, ante el miedo a que algún monstruo fuese a desgarrarlo y morderle la carne durante doscientos cincuenta años.

—Pues sí que parece muerto —dijo el monstruo en mal francés—. Sin duda se trata de un buen veneno. Yo podría hacer buen uso de él en mi oficio.

—¿Para qué? ¿Para hacer que tus pacientes caigan en un trance como la muerte y devolverlos después a la vida? Tú sueñas, charlatán. No podrías comprarlo ni dentro de mil años.

Le sorprendió oír la reverberante voz de Gale. Como si fuese un ángel demoníaco, el joven flotaba en el aire y aparecía de cuando en cuando para volver a desaparecer. No esperaba encontrarse a Gale allí.

—Yo lo despertaría ya. —Esa vez era la voz de su escudero, John Marking—. Yo jamás acepté tomar parte en un asesinato.

¿Estaban todos muertos? Sus rostros y voces se desvanecían sobre él. Le dolía la nariz. Hasta le sorprendió un tanto tener nariz. Intentó abrir los ojos para ver si el monstruo ya se la estaba royendo, pero solo tenía ojos a ratos.

Pensó que tenían que ser demonios, demonios con voces y caras conocidas. Se negó a contestarles cuando le ordenaron que despertase. Tenía que ser el mismísimo Diablo quien lo llamaba. Si lo hacía con la voz de Katniss, entonces estaría seguro de que se trataba del Diablo.

El monstruo lo tocó. Su tacto era frío y húmedo. Intentó dar un respingo hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la piedra. De pronto tenía cabeza, porque le dolía. Nunca habría imaginado que fuese así. Sabía que su alma, una vez muerto, sería como un cuerpo, para que pudiesen torturarlo por sus pecados, pero nunca habría pensado que lo fuese únicamente en parte mientras el resto del cuerpo continuaba desaparecido.

Aquella cosa húmeda le lamió el rostro con una asquerosa y fría lengua. Le caía agua en los ojos y en el pecho. Así que también tenía pecho. Y corazón. El Diablo le habló con voz de doncella:

—Despertad, mi señor. —Era la dama que servía a Katniss. Podía verla a través de los ojos entreabiertos, empapados de agua; lamentó que ella también estuviese muerta. Lobos, pensó de repente. Se la habían comido los lobos—. Intentad despertar —insistió ella—. Bebed esto.

Él apartó la cabeza.

—Diablo —farfulló sin que la palabra apenas pudiese salir de sus labios.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora