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A Peeta le habían encantado aquellos días que Katniss había pasado adormilada en su lecho como una gatita. Si no supiera que era una auténtica maestra en el arte del reposo ocioso, habría pensado que estaba enferma, pero bien que se despertaba cuando llegaba él.

Mientras ella había permanecido en la alcoba, Mellark había sido solo suyo. Pasaba los días dedicado a las labores cotidianas; había hecho planes para la primavera y una lista de reparaciones, la mayoría de las cuales jamás se llevarían a cabo, pero no tenía que excusarse ni dar explicación alguna a Katniss. Ella no le había pedido nada, se limitaba a requerirlo en la cama con aquel cortejo suyo directo y sin disimulos.

Y no es que le desagradase. Es más, resistía el día gracias a tenerla siempre presente y a pensar en la posibilidad de volver a su lado. Los recuerdos más claros que guardaba de Isabelle eran los de compartir el lecho con ella, y ahora ya eran muy tenues, sepultados bajo años de fantasías y deseos reprimidos. Pero no creía que hubiera mujer sobre la faz de la tierra que pudiese compararse a Katniss, con su negra cabellera y su níveo cuerpo, sus ojos adormilados del color púrpura y del crepúsculo y aquella forma de sentirla cuando hacía uso de él, cuando montaba sobre su cuerpo y cometía el pecado que más le placía. Por haberla disfrutado así merecía la pena arder durante mil años. Si iba al Infierno por su causa, lo único que rogaba a Dios era que no lo privase del recuerdo.

Sin embargo, nada de lo que hacía ella era lo que él esperaba. Cuando por fin abandonó el lecho y apareció en el salón, él se preparó para enfrentarse a sus preguntas y objeciones. La vio mirar a su alrededor, y se puso tenso a la espera de su censura, ya que vio suciedad y signos de decadencia en los que no se había fijado hasta entonces.

Sin embargo, una vez más su dueña y señora lo dejó sorprendido al no mencionar en absoluto el estado de descuido de Mellark. Le dirigía sonrisas más propias de una doncella azorada, mirándolo desde debajo de un pañuelo. Se volvió pudorosa: por la noche, se apartaba de él y esquivaba sus besos; durante el día, iba de un lado a otro en compañía de un grupo de niñas de corta edad. Era como si se hubiera transformado tras salir de aquel estado de soñoliento encantamiento, como si de princesa altanera hubiese pasado a convertirse en acompañante de una monja.

Will Foolet le tenía auténtico terror. Bassinger no se amilanaba ante ningún ser vivo, es más, le habría recitado sus poemas al mismísimo diablo si hubiese tenido ocasión, pero incluso él se apartaba todo lo que podía de Katniss. Ellos tres —Peeta, Will y Bassinger— habían escuchado lo que ella pensaba de Mellark y su historia.

Los demás se agrupaban a su alrededor, después de que ella los hubiese conquistado con igual facilidad que a Hew Dowl y a sir Harold. Se quejaban de Will, y decían que era un jefe muy duro, solo porque daba instrucciones para que se empezase a remover la tierra de los prados. Actuar ante la gentil señora, su primer espectador nuevo tras decenas de años, era mil veces preferible.

Peeta y Will fueron solos a caballo hasta donde se encontraban los pastores con los corderos; tomaron notas, que acabaron empapadas por la lluvia, sobre el estado de las cercas y el forraje, e hicieron listas de las labores necesarias. Establecieron un orden de prioridades, ya que carecían de gente suficiente, o que tuviese las aptitudes necesarias, para arreglar todo aquello que lo estaba pidiendo a gritos. Antes, al menos, había voluntad y manos dispuestas a la tarea. Ahora los campos y el patio estaban vacíos, pero al entrar en la sala, Peeta se la encontró a rebosar de gente que hacía piruetas y cantaba delante de Katniss.

Al verlo, perdió los nervios. Se arrancó el manto empapado de los hombros, se metió a grandes zancadas en medio del espacio que habían dejado libre y frustró un par de volteretas antes de que se iniciasen. La música se interrumpió.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora