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Madge no podía controlar los escalofríos. No era por el frío, pese a que el aire en el interior de la herrería abandonada era lo suficientemente gélido. Era porque vestía las ropas de una mujer muerta, y porque el hijo bastardo de Gian Hawthorne la miraba con insistencia como si esperase que dejase de estremecerse. Gale la tenía aterrorizada; desearía que la hubiese abandonado con los bandidos... no, no deseaba eso, que Dios la protegiese, estaba perdiendo el juicio. Vagaría por la campiña, arrancándose el pelo a mechones y aullando a la luna. Era su penitencia, la venganza por haber tratado de envenenar a su ama.

Lloraba por sí misma y por Elena. Su pequeña hermana Elena, traviesa y tranquila por igual, Elena, con aquellas orejas demasiado grandes y aquella barbilla demasiado puntiaguda, pero bonita pese a todo. Madge la quería y ella estaba sentenciada, como había dicho la princesa, ya que Madge no había tenido éxito en su misión. Pero Gale le había dicho que, en cualquier caso, la princesa debía de estar muerta a causa de la peste. ¿Aceptarían eso los Riata?

No, no sería suficiente. Jamás sería suficiente. Ahora lo veía con claridad, veía lo que su ama había querido decir. ¿Por qué iban los Riata a aflojar el lazo sobre ella cuando podían retener a Elena, cuando tenían un arma tan poderosa como el amor con la que obligar a Madge a cumplir sus deseos?

—Deja de llorar —dijo Gale con tirantez.

La miró de nuevo y se levantó del bloque de hierro sobre el que había estado descansando. Pese a vestir la burda ropa de color gris de los bandidos, tenía la nobleza arrogante de su padre y la gracia de un ángel caído. El barro le cubría las piernas hasta las rodillas tras haber chapoteado en la ciénaga.

—Lo siento. Lo intento. —Madge apretó con fuerza el puño contra la boca para controlar el llanto. Se le escapó otro sollozo.

—Estúpida puta Everdeen —dijo él.

—¡Lo siento! —gritó Madge—. ¡Siento ser una Everdeen! ¡Siento no poder dejar de llorar! ¡No sé por qué te has molestado en salvarme de esas bestias de ladrones!

Gale la miró con hosquedad. Después entornó las largas pestañas oscuras y desvió los ojos.

—¿Has descansado? Quiero continuar.

A Madge el hambre le roía las entrañas, tenía las piernas entumecidas y doloridas y los pies desnudos le sangraban por culpa del tosco calzado de la mujer muerta.

—Vete entonces. A mí no me importa.

Gale se inclinó sobre ella y la obligó a levantar la barbilla.

—¿Qué es esto, acaso lloriqueas de nuevo, Everdeen plañidera? Por Cristo, me pregunto cómo tu padre reunió el suficiente vigor para que tu madre te concibiese. Aunque tal vez no lo hiciera, puede que dejara que fuese un Hawthorne quien rematase la faena.

Madge apartó la barbilla de sus dedos y se levantó pegando un traspié.

—No me toques. Y yo no alardearía tanto del vigor de los Hawthorne si estuviese en tu lugar, ¡castrado!

En la media luz de la herrería, Gale enseñó los dientes con una sonrisa salvaje.

—Cuidado, Everdeen, o te demostraré que estoy intacto. ¿Cuánto te gustaría tener un bebé de un Hawthorne?

—¡Amenaza inútil! —le espetó ella.

—¿Quieres que te lo demuestre? —Gale hizo ademán de soltarse las calzas.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora