Dentro de la tienda el ruido de los espectadores quedaba reducido a un murmullo uniforme acompañado de música, de los aires favoritos del rey. John se arrodilló ante los pies de Peeta para ajustarle las espuelas. La armadura verde había sido pulida y arreglada, las abolladuras alisadas y los tachones de plata renovados.
Peeta llevaba los colores de su dama, pero iba a la lucha sin conocerla en realidad. ¿Representaba Katniss el verde y plata de Everdeen, o el rojo y oro de Bowland? ¿Era su asesina, o estaba intentando salvarlo? ¿Mantenía su estancia en Mellark en secreto para protegerlo, o para descartarlo como un mero aventurero sin nombre? ¿Había enviado ella a Gale con los avisos, o su perrito faldero la había traicionado?
No sabía si Katniss quería que él venciese para liberarla, o si deseaba que muriera para quedar libre. No lo sabía.
Negó con la cabeza para alejar todas aquellas fantasías de la mente. Claro que lo sabía. Si lo quería, lo único que tenía que hacer era decir la verdad.
Se abrió la cortina y entró rápidamente Gale, que cerró la tela de seda tras de sí.
—Solo dispongo de un momento —dijo en voz baja—. Mi padre no puede sospechar que he venido. Han dicho al flamenco que no soportáis los golpes en la cabeza. Tened cuidado con el casco.
Al instante John agarró el yelmo. Relucía con el nuevo bruñido mientras le daba vueltas para inspeccionarlo. No se veía nada en la superficie. Levantó la visera para comprobar las bisagras y después pasó la mano por encima de la parte curva de fuera. De pronto lanzó una exclamación y, tras coger su daga, rajó el forro acolchado y buscó en el interior.
—¡Por Cristo! Mirad, mi señor —dijo levantando la hoja.
Había unas oscuras virutas retorcidas, de tono azulado, sobre la reluciente superficie. Peeta las hizo caer sobre la palma de su mano.
—Es plomo.
John propinó un golpe al yelmo con la empuñadura de la espada. Hizo una abolladura en el acero, que era demasiado blando para soportar ni siquiera un manotazo. Arrancó el forro de cuero de dentro y exploró el interior con los dedos.
—Aquí está —dijo, señalando la parte de dentro—. Tocadlo y notaréis la diferencia, mi señor.
Habían hecho el parche con gran maestría, y lo habían cubierto por fuera con una capa de metal más fino. La tara era invisible pero, al pasar los dedos por dentro y por fuera a la vez, Peeta notó la leve diferencia de acabado en los bordes y el distinto grosor. Era demasiado tarde para encontrar otro casco.
—Tendré que usar el yelmo grande y una toca de malla —dijo.
—¡Mi señor, esto ya es demasiado! —exclamó John—. Comunicádselo al mariscal de campo.
—No —contestó Peeta en voz baja, tras lo que miró a Gale. El joven inclinó la cabeza con una sonrisa en los labios que no llegó a alcanzar sus oscuros ojos—. ¿Por qué me ayudas?
Gale enroscó una mano en el palo que sostenía la tienda y examinó el anillo de rubí que llevaba.
—Fuisteis amable conmigo en una ocasión —dijo con una breve carcajada, encogiéndose de hombros—, y yo no lo he olvidado.
—¿Quién intenta matarme?
—Si os empeñáis en causar problemas, lo intentarán muchos.
—¿Tu señora? —preguntó Peeta con voz trémula.
Gale enarcó las cejas.
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Por ella
Historical FictionUna promesa que estaba más que dispuesto a cumplir, por él, por el amor, pero sobre todo POR ELLA.