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No recordaba haber bajado de la montaña. Hawk iba al galope y sus cascos golpeaban el camino que llevaba al castillo. El mayo seguía en el prado. Azuzó al caballo para que fuera ladera abajo a mayor velocidad aún mientras él empuñaba la espada con el brazo estirado.

Golpeó el mayo con la espada, cortó las cintas y sintió el violento impacto en la mano. El palo vibraba frenéticamente cuando pasó junto a él. Tiró de las riendas para que Hawk frenara en seco y, tras dar media vuelta, lo espoleó para que cargase de nuevo. Pegó un grito mientras lo hacía regresar al galope y agitó la espada por encima de la cabeza. Las brillantes cintas de seda ondeaban al viento. El golpe hizo vibrar todo su cuerpo y dejó un profundo tajo en la madera.

Peeta se llevó consigo tiras azules y amarillas, que se enrollaron en el guante y en el guardamano de la espada. Arrojó el arma a un lado cuando pasó junto a las lizas y se agachó para asir la empuñadura del hacha de combate. Calibró con el brazo aquel peso mayor e, irguiéndose muy recto sobre la silla, volvió a cargar contra el palo del mayo mientras de su garganta salía un alarido de furia.

La hoja del hacha relampagueó y mordió profundamente la madera. El mayo crujió y empezó a tambalearse. Cuando Hawk se acercó al palo, el extremo más alto comenzaba a inclinarse. Peeta guió con las piernas al caballo para que diera vueltas en torno al mayo mientras levantaba el hacha con ambas manos. Comenzó a dar hachazos al tiempo que espoleaba a Hawk para que trazara círculos cada vez más pequeños alrededor del palo resquebrajado; golpeó una vez y otra, mientras infinidad de astillas de madera pasaban volando junto a su rostro, hasta que la punta del poste de madera cayó a tierra con un fuerte crujido.

Levantó el hacha por encima de su cabeza y la descargó con furia, hendiendo como un relámpago la mitad del poste que aún seguía en pie. Tiró del arma hasta soltarla y desmontó entre todas las cintas pisoteadas para proseguir su ataque contra el palo caído.

La madera se astilló bajo la hoja mientras Peeta levantaba el hacha y la descargaba una y otra vez entre gruñidos; los pedazos se desparramaron sobre el lodo. No pensaba ni tenía noción alguna del tiempo. Siguió dando tajos hasta que las manos se le entumecieron por el esfuerzo, hasta que ya no le quedaron fuerzas para tirar más del hacha y desprenderla de la madera, y se derrumbó sobre el suelo.

Cayó de rodillas entre jirones de seda destrozada y pedazos de madera rota. El aliento le quemaba en la garganta. Clavó la daga en un trozo de poste surcado de tajos que era lo único que tenía a su alcance y la hundió en la herida repetidas veces hasta hacerla más grande y profunda. Solo oía su propia respiración entrecortada y el ruido de la daga al atravesar la madera. Se enjugó con el anverso de la manga de cuero una gota de sudor muy salado que le cayó en el ojo.

El gélido viento le abrasó las mejillas cuando levantó la cabeza. Toda su gente se encontraba agrupada en la linde de las lizas; masa informe, colorida y silenciosa salvo por una niña pequeña que lloraba. El poste y las guirnaldas del mayo que ellos habían levantado yacían mutiladas y desmembradas alrededor de Peeta.

Él negó con la cabeza. Cogió la daga y la clavó en el barro junto a su rodilla. La sacó y siguió acuchillando la tierra con lentos y débiles movimientos del brazo. Volvió a negar con la cabeza.

—Mi señor... —Era la voz de Will Foolet, cargada de miedo y dudas.

—No puedo decir nada —dijo Peeta con voz ronca mientras se ponía en pie—. No puedo decir nada. Pregúntale a Hew.

Cogió el hacha y fue hacia las lizas mientras limpiaba el cuchillo embarrado en el muslo. La niña, con el rostro cubierto de lágrimas, se adelantó hacia él cuando llegó a su altura y le tiró del borde de la cota.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora