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Había pensado en arrojarse al río. También había pensado en pedir ayuda al único bote con el que se habían cruzado. Incluso había pensado fingir que no reconocía aquel lugar, para así no tener que hablar. Había pensado en hacer muchas cosas, pero al final lo único que había hecho era echarse a llorar.

No sabía mentir. Nunca se le había dado muy bien, y con Gian no podía ni siquiera pensar. Él solo había tenido que nombrar a su hermana para que Madge comenzara a balbucir todo lo que quería saber. Con solo nombrar a Guy, ella se había ido con él en cuanto se lo había ordenado, sin decir nada a nadie, sin gritar ni rogar, como un conejo que es arrastrado indefenso por el lobo.

Gian iba a matar al pobre caballero loco que amaba a su señora. Madge no quería presenciarlo, por lo que opuso toda la resistencia que pudo al llegar al viejo muelle de piedra que estaba medio escondido entre los juncos. Pero Gian la agarró del cuello y se lo apretó hasta que tuvo que ceder de miedo y dolor. Mientras intentaba recobrar el aliento, bajó del bote y lo condujo por el sendero que atravesaba los juncos.

La puerta de la destilería no tenía el cerrojo echado y estaba entreabierta. Durante unos instantes, Madge pensó que aún podía haber esperanza. Intentó decir algo, dar un grito o un aviso, pero Gian le tapó la boca antes de que pudiera hacerlo. Con la otra le acarició el cuello y lo apretó despacio.

—Silencio —le dijo al oído—. Tu única esperanza es obedecerme. Esta puerta abierta... ¿acaso se ha escapado?

Madge negó con la cabeza.

—Entonces hay alguien más ahí. ¿La princesa?

Madge volvió a negar.

—¿Tu inglés?

Otra sacudida, mucho más enérgica. La nariz se le llenaba del aroma del aceite perfumado que usaba Gian. La voz de Gale, lejana y con eco, se oyó por la puerta con una débil y sarcástica risa.

Su padre no se movió mientras seguía sujetando a Madge, tan solo volvió la cabeza. El tono lánguido de Gale era inconfundible y, sin embargo, Gian apretó más el cuello de la joven y susurró:

—¿Quién es?

De pronto la empujó por la puerta. Con un grito, Madge cayó de rodillas en el pasadizo inclinado y se arañó las manos. Gian ya se había adelantado, y la arrastró consigo.

—¡Gale! —gritó Gian con todas sus fuerzas. Era un bramido de salvaje angustia que reverberó por todo el pasadizo hasta volver a ellos. Abrió de golpe la puerta de la destilería y contempló la enorme estancia. Gale estaba junto al pozo, y el caballero loco, encadenado de un brazo, yacía apoyado contra el muro. El final del grito de Gian todavía resonaba entre las cavidades huecas—. Gale —repitió, esa vez con un susurro.

En su desesperación, Madge se había alegrado de que todas las puertas estuviesen entreabiertas. Pero Gale, que era capaz de asustar a los mismos demonios, no se movió. Estaba sentado en el borde del pozo con la mirada fija en el agua. Una monda de naranja se deslizó entre sus dedos inmóviles y cayó al agua con un débil chapoteo, como un retazo brillante que flotase sobre la superficie de una enorme luna negra.

—Mírame —dijo Gian en voz baja. Sin embargo, Gale no se movió; solo cerró los ojos—. ¿Ni siquiera puedes hacer lo que te pido? ¿Ni esto tan siquiera? Hijo mío, mírame.

Gale volvió la cabeza y la levantó. Al ver a Madge emitió un débil sonido, como el quejido de alguien que sueña.

—Levántate—dijo Gian.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora