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—No sé por qué me preguntas —dijo Madge—. No puedo ayudarte.

Gale estaba apoyado en la ventana de trifolio sin moverse. Madge habría preferido que no estuviera tan inmóvil, pese a que, sin embargo, parecía que iba a saltar de un momento a otro.

—No te agradó lo que hice —dijo él—, y por eso te lo pregunto.

Madge estaba sentada muy recta en la silla que Gale le había ofrecido, y tenía la mirada fija en un tapiz en el que se representaba la conversión de san Eustaquio. Era una pieza exquisita y minuciosa, llena de verdes y azules, en la que el ciervo blanco que llevaba la cruz milagrosa entre la cornamenta contemplaba con serenidad al cazador.

—No sé a qué te refieres —dijo.

—A Ficino —susurró él—. Me refiero a Ficino.

Madge pensó que el ciervo debía de tener mucho valor para consentir estar atrapado en un saliente de ese modo, por mucho que se tratase de un milagro.

—Ya había muerto antes de que comenzase el fuego —dijo Gale—, si es eso lo que te alteró.

Madge cerró los ojos.

—Ni lo menciones.

Ya habían pasado semanas, toda la Cuaresma y la Pascua e incluso más, pero ella todavía podía oler el fuego y ver a Gale vestido de carmesí sobre el estrado. Hoy iba de azul y blanco; no se había puesto nada rojo desde entonces, y solo gracias a eso Madge podía mirarlo. De pronto, el joven se volvió hacia la ventana.

—Ese mensajero de la princesa, sé que es una treta —dijo—. Debo hacer algo. Por el amor de Dios, no puedo esperar hasta el domingo de Pentecostés para descubrir que solo se trata de una artimaña para hacerme morder el anzuelo. —Se llevó las manos a la Madge—. Por Dios bendito, ¿dónde está la princesa?

Madge bajó la mirada. Tenía pelusa de lana en el vestido, ya que estaba hilando cuando Gale la había mandado llamar. Se quitó algunos hilos y comenzó a hacer una bolita con ellos entre los dedos.

—Nada dice el mensajero —contestó.

—No —corroboró Gale volviéndose rápidamente hacia ella—. Por nada del mundo hablará.

—Puede que no lo sepa.

—Sí que lo sabe. La princesa está con el hombre verde. Envió los anillos del halcón, los que ella le dio a él. Está utilizando al caballero de algún modo pero, por Cristo, no consigo descifrar cuáles son sus intenciones. —El tono de voz de Gale era muy frío—. Y no he mandado nuevas a mi padre en todo este tiempo. No me atrevo, ni siquiera para rogarle que proteja a tu hermana. Madge, ese mensajero...

Se detuvo de repente, como si hubiese dicho algo que no quería.

—¿Qué pasa con el mensajero? —exclamó ella al tiempo que se levantaba de un salto de la silla—. Quieres torturarlo, ¿no es así? Y me preguntas si yo conozco algún modo mejor, cuando sabes bien que no sé qué hacer.

—Tal vez si hablas con él... Yo lo asusto. Solo es un muchacho, tan inocente como una doncella.

Madge soltó una risa.

—Entonces eres más tonto de lo que creía, si piensas que puedo triunfar donde tú has fallado.

—O quizá podría encargarse tu amigo Guy —prosiguió Gale haciendo caso omiso de su negativa—. Ya ha vuelto de su búsqueda, y con las manos vacías.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora