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Cubrirse con aquellas vestiduras, por muy burdos que fuesen el tejido y los adornos en opinión de la princesa Katniss, era un lujo que para Peeta jamás desmerecía. Eran contadas las ocasiones en las que prescindía de su armadura en circunstancias normales; en el transcurso de la pasada quincena había dormido y vivido con ella puesta como si estuviese en campaña. Pero en el momento presente no tenía que soportar la costura del cuir boulli en la que el borde de cuero se había abierto y retorcido al secar y se le clavaba en la axila con cada paso que daba, ni que aguantar el pellizco de las correas de los quijotes en la parte de atrás de los muslos, ni que cargar con el entorpecedor peso de la cota de malla sobre su cuerpo. Se sentía ligero, como si estuviera hecho de plumas.

Además del cuerpo, también sentía ligera la cabeza tras pasar la tarde a la mesa de Henry. Peeta se había unido al grupo para comer, dejando a Katniss en sus aposentos. Mientras miraba su copa de vino, pensar en ella lo llenó de calor. Había estado presente mientras el criado lo bañaba y lo vestía, sentada de piernas cruzadas sobre el lecho como acostumbraba a hacer, postura aquella más propia de una moza que de una dama gentil, pensó mordaz. Ella se encargaba de dar las órdenes precisas para el cuidado de él e insistía en que todo se hiciese con la debida pompa, como si él fuese un príncipe. Hasta había llegado a rechazar las primeras vestimentas que llevaron para él, y les había obligado a buscar una mejor selección, Peeta tenía la sospecha de que la túnica que llevaba, de lana azul y armiño, y que ella había escogido entre la escasa variedad, era la mejor que tenía Henry para lucir en Navidad.

Los sirvientes de la casa parecían divididos entre el resentimiento por el trato que recibían de la concubina de un desconocido y un respeto reverencial ante las maneras de Katniss. Estaba claro que los hechos ya habían llegado a oídos de Henry. Aquel joven que se presentaba como señor de Torbec se inclinó hacia él en la mesa para comentar que suponía que la dama de Peeta había vivido un tiempo en la corte. Él se encogió de hombros por toda respuesta. Henry, con mirada ávida, aventuró la conjetura de que ella estaba acostumbrada a recibir los favores de hombres importantes. Peeta se inclinó a su vez hacia él, con la copa de vino en la mano, y sonrió.

—Así es, y a mí me cuesta mis buenos dineros mantenerla tal como ella está acostumbrada —dijo para hacerle desechar cualquier idea codiciosa que se le pudiese ocurrir.

—Y yo bien que os creo —dijo Henry, que al instante perdió todo interés y se volvió con mayor alegría hacia su muchacha campesina sin refinar.

Aquella era la sala de un hombre soltero, llena de perros de caza y armas, sin señora que impusiese corrección y pusiese freno a los juegos más violentos. Tras una comida simple aunque abundante, nadie respondió a la campana que llamaba al rezo de nonas ni salió al patio de armas a ejercitarse. En lugar de eso, se pasaron todo el día, hasta bien entrada la noche, hablando de cacerías y batallas, peleando entre ellos o, lo que era casi igual de poco caballeroso, haciéndolo con sus dispuestas damas.

Peeta no expresó opinión alguna sobre cuál era el mejor acero, pese a que insistieron en que lo hiciese, y se contentó con escuchar su conversación. Tenían el vigor violento e inquieto de la juventud, y conocían términos suficientes para aplicar a armas y combates, pero mostraban la misma disciplina que una jauría de perros callejeros sin domar; mitad lobos y mitad chuchos, sin el sentido necesario para darse cuenta de que, por mucho que se sentasen a la mesa, bebiesen e hiciesen discursos huecos sobre cuestiones relacionadas con la guerra, eso de ningún modo los convertía en grandes guerreros. Si él tuviese tiempo, podría haber hecho algo bueno de ellos. Pero en lo referente a sus necesidades más perentorias, los descartó por inútiles. Estaban demasiado pagados de sí mismos para poder depositar su confianza en ellos.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora