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Había trampas por todo Mellark. Eran trampas femeninas, ligeras y fáciles de eludir, pero ningún hombre se esforzaba demasiado en hacerlo. Al día siguiente del Domingo de Resurrección, pasada ya la Cuaresma y con el gravoso interdicto de Peeta revocado, los juegos del lunes de Pascua eran una excelente ocasión para el regocijo general.

Peeta se vio en la tesitura de tener que pagar ante la puerta del gran salón, ya que una cuerda le impedía atravesarla hasta que diese una moneda de cuatro peniques a las alborozadas mujeres que le impedían el paso. Él escapó con facilidad, pero los otros hombres, atados de manos y pies, vociferaban protestas, se revolvían intentando librarse de sus grilletes, se negaban a pagar y, en definitiva, disfrutaban todo lo que podían de aquel dulce cautiverio mientras durara. Tras comprar su libertad, Peeta llegó a la torre de entrada y cruzó el puente sin encontrar ningún impedimento. El azafrán de primavera florecía a lo largo de los márgenes del camino con un espléndido e intenso color amarillo. A solas salvo por los animales que pastaban, y una vez dejados tras de sí los gritos y cantos del castillo, caminó junto a los campos llenos de surcos mientras el aliento se le helaba en el claro aire.

Se detuvo y, después de tantear el barro con un palo, quedó satisfecho del funcionamiento de las nuevas zanjas de drenaje. El molino necesitaba algunas reparaciones, para variar. Habían arado con los bueyes casi trescientas fanegas de terreno, y hasta habían recuperado algún campo que estaba cubierto de zarzas.

Se puso en cuclillas y observó el valle y las altas montañas. Aquellas barreras de color púrpura y verde significaban protección. Era muy fácil olvidarse del mundo que había más allá de ellas. Contempló la larga sombra matutina que el castillo provectaba sobre los campos, las oscuras ondas de torretas y chimeneas sobre la tierra roja.

Llevaban semanas viviendo como marido y mujer, como si no hubiese nada más allá de Mellark. Ella no había mencionado ni una sola vez que se acercaba el momento de marcharse.

Peeta lanzó al aire un puñado de barro que había quedado pegado en el extremo del palo. Cayó con un chapoteo. Lanzó otro y observó cómo daba también en tierra mientras pensaba por qué ella no quería irse, por qué llevaba esa larga temporada allí sin tan siquiera querer mandar noticias suyas a su hogar. Cierto que había peligros, que siempre había motivos para estar alerta, pero nunca se habría imaginado que Katniss fuera a quedarse tanto tiempo.

Sabía que debería hablar con ella de eso, pero era más sencillo permanecer en silencio. Era fácil callarse, y difícil encontrar el momento adecuado. Nunca se había resistido tanto a pensar en lo que había más allá de aquellos montes.

La sombra de una chimenea cobró vida conforme alguien se fue acercando a él a sus espaldas. Peeta no se levantó, sino que siguió lanzando barro con el palo mientras esperaba a que apareciese Will para hablar de la cosecha.

En su lugar le cayó una cuerda sobre los hombros que, al tensarse, le hizo perder el equilibrio. Peeta se revolvió sorprendido y, lanzando una exclamación, se tumbó boca abajo sobre la fría hierba.

—¡Mío eres! —dijo Katniss, tras lo que se agachó y le ajustó la cuerda a la altura de los hombros. Peeta levantó la cabeza y la miró.

—¿Cuánto quieres? —preguntó.

—Todas tus tierras y bienes, caballero, si deseas volver a levantarte.

—A las demás solo he pagado cuatro peniques.

—Pues yo no hago tratos tan míseros —replicó Katniss.

Peeta tiró de ella y la besó, sosteniéndole la cabeza entre las manos.

—Tuyo es todo, moza descarada —le dijo mientras sus labios seguían unidos—. Pero cuídate de lo que te cobre yo mañana, cuando sea el turno de los hombres.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora