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El terror de Gale a la plaga era tal que el joven renunció a su sitio junto a la princesa Katniss y se acostó tan cerca de su talismán viviente que su mano, con gesto infantil, rodeaba la parte superior del brazo de Peeta. Lo que su dueña opinase de semejante deserción quedó sin decir. Peeta no la vio. Como de costumbre, solo abandonó la litera cuando su tienda estuvo levantada; cambiaba así una jaula de seda por otra sin dejarse ver.

Mientras Peeta yacía en la oscuridad, solo rota por las débiles llamas de la hoguera, con la mirada perdida en lo alto, en busca del olvido que proporciona el sueño, le asaltó el amargo pensamiento de que podría haber sacado provecho de que Gale hubiera abandonado la tienda, si hubiese sido lo bastante previsor y hubiese puesto trabas para impedir aquella incómoda transferencia de la devoción del joven hacia él, y si a ella le agradasen los hombres rudos como él. Pero no era así; además, Gale se había quedado rápidamente dormido bajo la máscara azul, agarrado con fuerza del brazo de Peeta, con la misma eficacia que si una dueña estuviera protegiendo a su dama.

Y no era que ella necesitase protección alguna, aparte de aquella lengua afilada y aquella risa burlona.

Peeta intentó dar forma a una plegaria para solicitar el perdón de Isabelle y de Dios por su deseo carnal. Pero sus oraciones nunca habían sido muy inspiradas; no era capaz de ir más allá de manifestar su completo arrepentimiento y hacer propósito de enmienda.

Pero nunca se enmendaba; en cada confesión, le imponían una penitencia por albergar en su corazón deseo hacia las mujeres. A veces, también por el pecado mortal de darse placer a sí mismo, algo que haría en aquel momento, al precio de excluirse de la comunión y a cambio de rezar un sinfín de avemarias y pasar muchas horas de rodillas ante el altar, si Gale no lo tuviese agarrado con tanta fuerza del brazo derecho. No era un hombre pío; su mente se aventuraba por donde le apetecía y su cuerpo ponía límites a su rectitud, pero aquel día se había deshonrado a sí mismo, y también había deshonrado a Isabelle.

Tenía que agradecerle a la princesa Katniss que lo hubiese salvado de cometer realmente adulterio, y eso solo porque a ella no le agradaban los hombres rudos. No era su propia virtud lo que lo había salvado. Si ella se levantara en ese momento y lo llamase a su tienda, allí iría.

Se sintió triste y avergonzado al pensarlo. Debería alejarse de ella. Debería volver a casa, ya que en aquel momento no se veía obligado a ir a ninguna otra parte.

***

Durmió muy mal y soñó con la peste, sueños antiguos en los que vagaba perdido y buscando algo. El aullido de un zorro lo despertó y lo sacó de aquella inquieta duermevela. Levantó la cabeza. La hoguera se había extinguido, no quedaban más que unos carbones apagados y no había ningún guardián a la vista. Se había levantado un viento que había disipado la bruma. A juzgar por la altura de la luna sobre el páramo, faltaban tres horas para el alba. Pierre ya debería haberlo despertado para hacer juntos la última y más pesada guardia. Con una maldición silenciosa, Peeta abandonó su cálido rincón. La mano de Gale se desprendió de él.

Se puso de pie en la gélida oscuridad y deslizó los pies en el interior de las botas heladas. Había ordenado doble vigilancia, pero a la luz de la luna vio los juncos del páramo agitados por el viento y comprobó que toda la comitiva dormía profundamente. El reloj de arena relucía débilmente al lado de donde se encontraba Pierre. Una tira suelta aleteaba en la tienda de la princesa Katniss.

Dio una ligera patada al montón de pieles bajo el que se hallaba Pierre. No hubo ningún movimiento. Peeta se inclinó y apartó a un lado las cubiertas.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora