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Había que alimentar al halcón. No fue necesario expresarlo con palabras. Todas las piedras preciosas de los guanteletes de la princesa y del señuelo, todos los libros que habían quedado atrás en sus arcones, todas sus pieles y vestidos bordados con perlas no valían el precio del ave de presa. El estómago vacío de Peeta, la cuestión de dónde había un lugar seguro para ellos, la conciencia de sus sentimientos y la situación violenta creada entre ambos, todo aquello disminuía en importancia ante la necesidad primordial de cuidar del halcón.

El pájaro llevaba dos días sin comer; estaba en condiciones de alzar el vuelo, inquieto, y demostraba estar listo para la caza con las plumas erizadas y los talones en continuo movimiento. Peeta guardaba la esperanza de que quedasen restos una vez el halcón hubiese recibido su recompensa, aunque a esas alturas pensaba que también la princesa tenía ya que estar de nuevo hambrienta. Esperó en silencio mientras ella preparaba las cosas, cambiaba las pihuelas y comprobaba la correa y la caperuza.

Las enormes bandadas que habían pasado tan cerca con las primeras luces del alba se habían desvanecido, excepto algún ave rezagada. Pese al dominio que ella tenía del señuelo del halcón, Peeta no estaba seguro de cuál sería su pericia de cazadora cuando se trataba de conseguir comida de verdad. Aquella indolencia que mostraba por las mañanas no prometía gran experiencia ni habilidad, más allá de la que es normal en las damas con los arcos y la caza del ciervo. Pero él no era ningún halconero experto. Al pensar en la situación en la que se encontraban junto al ancho estuario, lo asaltaron muchas dudas. Le parecía que había que alejar a las aves de la orilla, y que inevitablemente el ataque tendría que hacerse sobre el agua.

Una vez, se encontraba en un patio cuando Lancaster y su hermano el príncipe regresaron tras un día de lanzar una veintena de halcones bien entrenados a la caza de grullas y garzas. Entre aquel grupo grande y lleno de color había visto criados chorreando, cortesanos mojados, perros empapados, y mucho buen humor al tener tan cerca el castillo y un fuego para calentarse.

Aquí no contaban con criados ni perros para recuperar la presa si se le caía al halcón desde lo alto. Y al ser el único cortesano allí presente, Peeta pensó que sería extremadamente afortunado si no se veía obligado a nadar.

A lo mejor ella tenía artes mágicas con las que encantar a la presa. Aparentaba tener confianza suficiente mientras iba sorteando juncos y bosquecillos delante de él con el halcón en las manos. El morral del ave colgaba de su hombro y las piedras brillaban bajo su capa al abrirse, de manera que parecía una valquiria que hubiese salido de sueños antiguos, una silenciosa doncella cazadora que se encaminase a la batalla. Peeta se movía en silencio tras ella. Se había quitado las espuelas y se había despojado de la cota de malla y la coraza para no hacer ruido; únicamente llevaba el gambesón de cuero y la espada.

Al llegar a un banco cubierto de matorrales, ella se detuvo y miró más allá de un denso grupo de alisos sin hojas. Peeta vio una pareja de ánades que flotaba a unos cincuenta pies de la orilla. Lo que no vislumbró fue el modo de hacer que alzasen el vuelo en la dirección adecuada.

—Esos servirán —murmuró Katniss en voz tan baja que apenas la oyó, y lo miró de reojo—. Ve hasta aquellos juncos allá a lo lejos y espera mi señal. Esta vez no esperaremos a que Gryngolet suba tan alto.

Peeta estudió la mata de juncos y buscó la manera de llegar sigilosamente hasta ellos.

—¿Qué señal?

—La llamada de un mirlo.

—Señora... —escudriñó a través de las ramas y susurró aquellas palabras con tanta suavidad que apenas se distinguieron del sonido de su propia respiración— ¿tenéis algún hechizo para dirigirlos?

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora