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—Uno... dos... tres... ¡arriba! —gritó Peeta, obligando a Hawk a avanzar y tirando de la brida del caballo que iba en cabeza de la cordada cuando se tensó la soga sobre la perilla de la silla. Los animales alzaron la cabeza y lanzaron al aire enormes bocanadas de aliento helado mientras se levantaban y luchaban contra el barro y el agua que los cubría hasta las rodillas.

Era fácil para la princesa Katniss prescindir de hacer parada y fonda en su ruta hacia el norte. Ella y su cortejo iban sentados en el carruaje —que era una monstruosidad—, sin tan siquiera levantar la cubierta de cuero para mirar. Peeta aflojó la cuerda y obligó de nuevo a Hawk a retroceder; se giró en la silla para mirar, más allá de la cordada formada por los cinco caballos jadeantes, a sus hombres, que luchaban porque el carruaje avanzase sobre las ramas de árboles que metían bajo las ruedas.

La flamante pintura y el oropel del coche tenían ahora un triste aspecto, cubierto como estaba de barro, hundido hasta los ejes en las rodadas. Su sargento de armas se encontraba a un lado y, tras escudriñar la parte inferior del vehículo, hizo un gesto de negación con la cabeza y se enderezó. Levantó el brazo en señal de que hiciesen un nuevo intento. Peeta volvió sobre sus pasos.

—Uno... dos... —Cuando el carruaje se movió al contar tres, los hombres en coro se sumaron al grito de Peeta con decisión y entusiasmo, para no dejarse vencer por el abatimiento—. ¡A-rri-ba!

Hawk inclinó su cabeza gris y tensó el cuerpo. El animal, sujeto por el arnés, se empinó contra la fuerza del yugo y al caer levantó una cortina de agua helada que salpicó la pierna de Peeta. Tras él se oyeron gritos. El carruaje se elevó con fuerza en el aire, pero no se movió.

Peeta se dio la vuelta y vio que dos de los hombres estaban sentados, sus posaderas hundidas en el agua helada. Soltó un juramento para sus adentros y apartó la cuerda del borde de su silla de montar. Tras obligar a Hawk a darse la vuelta, cabalgó a través del barro hasta la parte delantera del carruaje y alargó la mano para apartar de un tirón la cubierta de cuero.

Gale, con un aspecto lamentable, estaba acurrucado al frente, arrebujado en pieles. La única dama de compañía de Katniss estaba sentada tras él, casi invisible entre tanto manto. Peeta introdujo más la cabeza. La princesa Katniss estaba reclinada sobre un sillón colocado en mitad del vehículo.

—Señora —dijo Peeta—, a mi parecer, si bajaseis, ayudaríais a que fuese mayor vuestra comodidad.

—Me encuentro de lo más cómoda, amable señor —le respondió Katniss en inglés sin inmutarse.

—En ese caso, espero que este lugar os resulte agradable, alteza —replicó él en el mismo idioma—, ya que no veremos ningún otro a causa de mi graciosa señora y sus acompañantes y de sus más de ciento treinta kilos.

—¡Ciento treinta! —dijo Katniss con ligera sorpresa—. ¿Tanto pesamos?

—Más.

Dada la escasa luz que había dentro del carruaje no podría asegurarlo, pero le pareció ver flotar aquella media sonrisa, mitad inocente, mitad maliciosa, sobre sus labios.

—Gale bajará —dijo Katniss en francés—. Fue él quien se empeñó en viajar.

—Sí, claro que lo hará —dijo Peeta—. Pero dudo que este carruaje llegue mucho más lejos, cargado o no.

—¡Debes poner más empeño, inglés! —Gale se estremeció de frío y se arrebujó en las pieles.

—Pobre Gale —dijo la princesa Katniss—. ¿Tienes frío, mi dulce cachorrillo sureño? —Soltó una carcajada y volvió a hablar en inglés—. Caballero Verde, encárgate de dar la orden de que a mí me saquen en la litera.

Por ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora