Capítulo 4. El sitio ajeno y la voz misteriosa

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De todas las mil y un razones de fracaso, me había topado con el diamante en bruto capaz de cortar a este problema. En bruto porque aún no estaba listo para ayudarme, por el contrario, podía terminar cortándome la yugular.

A pesar de la euforia interna, no creía que mi instinto fuese tan perspicaz como para llevar a encontrarme justamente con la persona indicada... En fin, ya pensaría en eso más tarde.

—¿Cómo pudiste removerlo? —pregunté, sorprendido.

—¿Para qué querrías saberlo? —interrogó, sosteniendo su mentón mientras caminaba alrededor de la jaula.

—No seas cruel y sarcástico en un momento como este. ¡Es a ti a quien necesito!

—Siempre es así, todos te necesitan —se quejó, agitando sus manos—, se emocionan, ríen, hablan lindo, modulan un plan para obtener lo que quieren, hasta que ya no eres importante en sus objetivos.

—Apenas te conozco, y en medio de toda esta situación, lo que más importa es mantenerse con vida. Acepta que hasta tú lo harías. No he mentido en nada de lo que te he dicho: no soy un criminal, ni siquiera por el hecho de haber tenido la oportunidad de asesinar al que me causó estas heridas.

—Das vergüenza y mirarte suplicar —dijo con expresión de asco—, solo lo empeora... —se detuvo porque dejé escapar una risa—. ¿Qué te causa gracia?

—No te ofendas —contesté con malicia—, pero creo que fuiste alguien tan débil y pisoteado en la vida, que decidiste hacerte fuerte por el bien de... no, pienso que no pudo ser por tu propio bien, sino por el de alguien mucho más preciado... o preciada. Lo que sea que hayas hecho, generó una gran carga sobre tus hombros. Yo me encuentro atado dentro de esta jaula eléctrica, dando lástima —expresé, mirándole de reojo—, aunque tú, sin nada de esto, estás en una posición similar.

—Entonces, eres un psicópata —afirmó sin sorpresa alguna.

—No me creas presumido, pues creo que si lo fuese, ya habría escapado —dije con serenidad.

Él tenía razón. «¿De dónde saqué palabras como esas?», me pregunté. Las escuché en mi mente y sentí que debía decirlas, pero no sentía que fuesen «mías».

—¿Cómo lo habrías hecho exactamente? —preguntó, sin dirigirme la mirada.

—No lo sé, no soy psicópata.

Volvió a sostener su mentón en señal de análisis.

—Es irónico que hables de encierro y cargas, pues todos estamos atrapados en esta competencia por una oscura razón —platicó en idioma hindi, mientras se retiraba.

—¿A dónde vas? —pregunté, desesperado.

—Necesito pensar. Adiós —, y se perdió en la oscuridad.

—Espera, no quise ofenderte. No tengo tiempo que perder. ¡Rayos, vuelve! —imploré a gritos.

Era seguro que me abandonaría aquí para siempre. ¿En qué estaba pensando al decirle todo eso?

«Estúpido Blad, no puedes hacer nada bien», retumbó una voz en mi mente.

Resultaba una maravilla que mi propia mente me insultara, y no estaba equivocada. Liberé un suspiro para continuar con los números; al menos así, no entraría en crisis. Al cabo de los 300 segundos, no paraba de sudar, tampoco podía dejar de contar: mis labios se gobernaban solos. Todo se volvía borroso.

«No te permito fallar, mira que te mando a que te esfuerces y seas valiente», retumbó otra vez, la voz en mi mente.

Después de insultarme, me incitaba a no rendirme... era tarde para eso. Además, he leído esa frase en alguna parte.

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